[2] A principios del siglo XIX Castilla, dentro de la monarquía española, se componía de 18 provincias (Ávila, Burgos, Cuenca, Extremadura, Guadalajara, León, Madrid, La Mancha, Nuevas Poblaciones de Andalucía y Sierra Morena, Palencia, Salamanca, Segovia, Soria, Toro, Valladolid, Zamora e Islas Canarias), 6 reinos (Córdoba, Galicia, Granada, Jaén, Murcia y Sevilla) y un principado (Asturias).
Con la reforma administrativa de 1835, y debido a la redistribución del territorio en provincias, a cuyo frente estaban funcionarios civiles, el capitán general perdió las funciones gubernativas y quedó como mando supremo de una región militar.
Este grado era temporal y su titular (un Teniente General) dejaba de serlo al cesar en el puesto.
Después de algunos estudios, se decidió introducir el sistema, destinando en un primero momento a estos nuevos funcionarios, los intendentes, la administración financiera del ejército, debido a que el país se encontraba inmerso en la guerra de sucesión española.
[13] Lo corregidores eran funcionarios reales, instituidos en Castilla por Enrique III, que representaban a la autoridad real en los municipios, gestionaban su desarrollo económico y administrativo, presidían los concejos, dando validez a sus decisiones, y eran jueces en primera o segunda instancia.
Pero solo teóricamente porque el hecho de que estos puestos estuvieran ocupados por miembros de la nobleza local, los convertía en instrumentos muy apropiados para ejercer el poder sobre la tierra, manteniendo una política que no coincidía necesariamente con la política central.
Sin la colaboración del Consejo no era posible manejar el complicado engranaje de la administración española.
Su manifiesta colaboración con los invasores minará su prestigio, y su influencia, entre los partidarios de combatir a los franceses, que cada día iban en aumento.
Incluso en aquellos lugares donde no había una presencia de franceses, como en Galicia, las autoridades legítimamente constituidas se esforzaron, con todos los medios a su alcance, en mantener el orden público y en evitar cualquier incidente que pudiera incomodar a los invasores.
La Coruña, Oviedo, Valladolid, Badajoz, Sevilla, Lérida y Zaragoza fueron los lugares en los que el levantamiento desembocó en la constitución de Juntas Supremas provinciales que sustituyeron a las antiguas autoridades y promovieron la extensión del movimiento a todas las otras ciudades.
Entre ellos había tres exministros (Floridablanca, Jovellanos y Valdés), cinco grandes de España, tres marqueses, cuatro condes, dos generales, cinco altos funcionarios, cuatro miembros del alto clero y solo dos representantes de lo que pudiéramos llamar burguesía.
Estos acontecimientos revelan que la población de la ciudad no confiaba en sus autoridades, creyendo —y posiblemente no sin razón— que tanto las supremas autoridades militares, Filangieri y Biedma, como las civiles, especialmente el regente da la Audiencia, estaban dispuestos a entregarse a los franceses.
En estas circunstancias cualquier chispa podía hacer saltar al pueblo, trabajado subterráneamente por Sinforiano López y otros liberales.
Esta desconfianza, especialmente con respecto al capitán general Filangieri, no abandonó nunca a los gallegos incluidos, según parece, sus propios soldados que, temerosos de que entregara el ejército de Galicia a Napoleón, lo asesinaron poco más tarde.
Tal vez este exceso de precaución ayudó a que se tejiera una leyenda negra en torno al arzobispo sobre su posible connivencia con los franceses.
En pocos días prácticamente toda Galicia se había pronunciado por Fernando VII y contra los franceses.
En general, las Juntas se constituyeron pactando entre sí las fuerzas sociales más importantes del momento.
Envió a Portugal al brigadier Genaro Figueroa, con poderes y acreditaciones, para que contactara con los patriotas portugueses ya en guerra con los franceses.
Galicia se comprometía a ayudar al ejército portugués hasta "arrojar (...) la tiranía francesa".
Una vez más se verificaba el proceso de selección del poder que tiene lugar en las grandes conmociones políticas.
Las comunidades, en esas circunstancias, encuentran un líder, un jefe que acapara todo el poder: militar, administrativo, e incluso judicial, sin necesidad de leyes o reglamentos, llegando a dictar sentencias de muerte contra los traidores y los espías.
Solo en alguna ciudad, como Santiago, en la que había un club afrancesado muy importante, dirigido por Pedro Bazán de Mendoza,[53] llegó a constituirse una administración enteramente francesa.
A medida que la resistencia fue recuperando territorio hubo necesidad de crear nuevas Juntas locales (formadas siempre por los hidalgos del lugar, los clérigos más destacados y, en alguna ocasión, por campesinos) que serían el poder real de Galicia mientras duró la guerra.
Estas juntas adoptaron medidas económicas, solicitando préstamos para adquirir armas y municiones, imponiendo impuestos a los vecinos, nombrando los jefes militares, dando las órdenes necesarias para que se mantuviera la tranquilidad pública e incluso dictaminando sobre las grandes medidas militares a tomar cuando la operación desbordaba los límites de la responsabilidad del jefe.
La primera era invisible, dado que el marqués, seguramente por razones tácticas militares, andaba siempre errante de un lugar a otro, huyendo del enemigo, y no era esto lo más conveniente para ejercer la alta dirección de la guerra.
La situación de tal Junta, casi en la frontera con Portugal, le daba una especial seguridad (por lo menos, teórica).
El marqués de La Romana, cuyo pensamiento político se conoce muy bien por su Representación a la Junta Central:[61] era un absolutista.
Temía que, al socaire de las circunstancias políticas, se introdujesen nuevos poderes representativos del pobo.
Todo o que sonase a juntismo, asamblea del pobo, tercer estado, etc., le resultaba particularmente enojoso.
Por eso dio instrucciones precisas a su segundo que, sin duda, participaba de las mismas ideas, para que, al terminar la guerra en Galicia, recuperase la plenitud del poder del Capitán General, como antiguamente se había ejercido.