Su compañero saltó primero y sin querer la empujó, que por su antigüedad empezó a desbaratarse.
Yerovi cayó entonces a las heladas aguas, y a pesar de estar relativamente cerca de la orilla no pudo alcanzarla, pues no sabía nadar, hasta que lo rescataron aterrado con el rostro desencajado y sin poder articular palabra.
Su padre se opuso, pero no le importó, porque encontró apoyo en su madre “que convino gustosamente en su ordenación”.
En 1845 pidió al obispo Nicolás de Arteta y Calisto el ingreso al sacerdocio y éste le contestó que sería de insigne beneficio a la iglesia.
Allí, con suave energía y dulzura trabajó para poner fin a costumbres poco edificantes en el claustro, que escandalizan al pueblo.
Al poco tiempo, y por petición del arzobispo Garaycoa, el papa Pío IX lo designó vicario apostólico de Guayaquil.
Quiso entonces viajar al Perú, pero los puertos estaban muy controlados por miembros del ejército de Mosquera, quien también pretendía intervenir en los asuntos eclesiásticos.
[2] La represión por parte del gobierno de Mosquera, que sufrían ciertas comunidades religiosas hizo que Yerovi sea desterrado a Lima, donde completó su noviciado y fue admitido en la Orden Franciscana.
[4] En el convento, trabó amistad con fray José María Masiá y Vidiella, futuro obispo de Loja.
En la ceremonia estuvo presente el presidente Jerónimo Carrión, autoridades civiles y religiosas, el cuerpo diplomático y de una enorme multitud que colmaba las naves de seo quiteña.
[8]Su cuerpo fue velado durante tres días en el Palacio arzobispal, donde una multitud impresionante se congregó.
Incluso, Juan Montalvo participó como amigo cercano de los hermanos del arzobispo.
El papa Pío IX, apenas tuvo conocimiento de su muerte, ordenó que se exhumara el cadáver para imponerle el palio arzobispal.
Con gran pompa, el cuerpo fue colocado en la Catedral, sentado en un sillón y revestido con las vestiduras e insignias pontificales, incluyendo el palio, símbolo del arzobispado.