Estos signos pregramaticales pueden desempeñar tres funciones elementales del lenguaje: expresiva, conativa y representativa.
Generalmente se emplean en forma aislada, como una expresión de entonación independiente, pero cuando se incorporan en una oración lo común es que aparezcan localizadas al principio: «¡Ay!», «¡Qué dolor!» y si se insertan en una oración quedan estrictamente fuera de su secuencia, como si fueran oraciones parentéticas o incisos: «Lloró la niña, ¡ay!, ¡cómo sufría!».
Otras veces constituyen grupos interjectivos incluso bastante amplios en los cuales van seguidas de elementos como: A veces se unen, en virtud de la función fática del lenguaje, a nombres propios que actúan como vocativos o expresiones que se emplean para llamar o atraer la atención (¡eh, Ernesto!
), y algunas asumen la forma de expresiones no idiomáticas u onomatopéyicas al imitar sonidos (¡chit!, ¡muu!, ¡paf!, ¡pif!, ¡plash!
)[1][2][3] Desde un punto de vista gramatical las interjecciones se clasifican en propias e impropias.
Ejemplos: Las interjecciones impropias son formas creadas a partir de sustantivos o sintagmas nominales (¡cielos!, ¡hombre!, ¡Virgen santa!
Son aquellas locuciones equivalentes a una interjección que constan de dos o más elementos y forman habitualmente sintagmas (¡Dios santo!, ¡madre mía!, ¡mi madre!).
Se orientan hacia el hablante manifestando o desahogando sus sensaciones, sentimientos y otros estados de ánimo (¡ajá!, ¡ay!, ¡caramba!, ¡lástima!, ¡maldición!