En el artículo 8 se establecía la separación de la Iglesia y el Estado (“No existe religión del Estado”) pero se reconocía un estatus especial a la Iglesia católica al considerarla “Corporación de Derecho Público”.
A pesar de la moderación del anteproyecto,[7] la jerarquía católica y el nuncio Federico Tedeschini se dispusieron a ejercer toda la influencia posible para modificar la forma como abordaba la relación entre la Iglesia y el Estado.
El impacto negativo que tuvo la pastoral en los medios republicanos se agravó aún más cuando se supo tres días después que el gobierno había confiscado unos documentos al vicario episcopal de Vitoria, Justo Echeguren, que contenían instrucciones del propio Cardenal Segura para que los obispos pusieran a buen recaudo los bienes de la Iglesia en vistas a una posible expropiación de los mismos por la República.
[10] Además se suprimía el reconocimiento especial de la Iglesia católica al quedar igualaba al resto de confesiones religiosas, sometidas todas ellas a la ley común (desaparecía, pues, su consideración como “Corporación de Derecho Público”), y al prohibirse expresamente cualquier auxilio económico por parte del Estado.
El Estado no podrá, en ningún caso, sostener, favorecer, ni auxiliar económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas.
3.° Todas las Congregaciones religiosas serán respetadas en su constitución y régimen propios y en sus bienes, al menos los actualmente poseídos, quedando sujetos, por lo demás, a las leyes generales del país.
[17] Durante el debate los radical-socialistas y los socialistas se opusieron vehementemente a cualquier modificación de la propuesta de la Comisión (por ejemplo, el líder radical-socialista Álvaro de Albornoz en la línea del anticlericalismo más clásico, se negó a «transacciones con el enemigo irreconciliable de nuestros sentimientos y nuestras ideas», refiriéndose a las congregaciones religiosas que estaban formadas para «fines antihumanos y antisociales»; o el también radical-socialista Félix Gordón Ordás que dijo: “El Estado no puede existir mientras no se logre sacar de él al otro Estado que lo gobierne y lo dirija, y este Estado es la Iglesia”),[18] mientras que los diputados de Acción Republicana pretendían “suavizarla”.
En primer lugar recordó el contenido del artículo 25 (27 en la redacción definitiva) que “establece la libertad de cultos y, por consecuencia, no pretende sojuzgar las conciencias y obligar a las gentes a que dejen de pensar en católico, si así lo sienten desde el fondo de sus espíritus”.
En el mismo sentido se expresó Manuel Azaña cuatro días después.
En la capital también, los «revolucionarios» del Ateneo apoyaban el dictamen de la Comisión.
[28] Por su parte los católicos también se habían estado movilizando denunciando el proyecto constitucional como "persecutorio de la Iglesia”, a pesar de la oposición de Vidal y Barraquer que era contrario a la confrontación pública porque podía poner en riesgo la estrategia negociadora que desde el principio había defendido.
[33] Posteriormente se incluyó otra concesión demandada por los socialistas: que la partida del presupuesto destinada al clero desaparecería en el plazo de dos años.
El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas.
Las demás Órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por estas Cortes Constituyentes y ajustadas a las siguientes bases: 1ª Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado.
Uno de los primeros en responder fue el diario católico “posibilista” El Debate, que afirmó: «La Constitución que se elabora, sólo por lo ya votado, no es ni será nuestra, de los católicos.
[38] Tanto los católicos “posibilistas” como los integristas interpretaron el contenido del artículo 24 (en la redacción final, el 26) como una “medida persecutoria” contra la Iglesia y como una “declaración de guerra a los católicos”.
Asimismo se convirtió a Acción Nacional en una organización política estable para que en torno a ella se formara una candidatura católica a las elecciones, que se pensaba que se iban a celebrar tras aprobarse la Constitución (como le dijo José María Gil Robles, líder de Acción Nacional, al cardenal Vidal y Barraquer: “No hay más camino que el de las elecciones: traer las derechas al Parlamento una minoría suficientemente fuerte que permitiera más adelante "un acuerdo con otras fueras parlamentarias (grupo Lerroux, por ejemplo)”).
[45] Por primera vez en la historia del constitucionalismo español se implantó un Estado laico, superando por fin la secular oposición clerical a que se introdujera cualquier medida secularizadora que pudiera poner en riesgo la unidad católica de España.
"A los nacionalistas catalanes se les proponía una vía de integración en el Estado español; a las confesiones religiosas se les propuso el artículo 26, 'verdadero punto neurálgico de la Constitución", como observó Pérez Serrano, con la taxativa prohibición del ejercicio de la industria, el comercio y la enseñanza".
[46] Así pues, la izquierda republicana y socialista, con el apoyo final del Partido Republicano Radical, impusieron su modelo anticlerical radical y no buscaron el consenso ni siquiera con la derecha católica republicana y mucho menos con la derecha católica “posibilista” (con la derecha monárquica e integrista antirrepublicana el consenso era absolutamente imposible).
De esta forma se produjo una fractura social y política entre el “pueblo republicano” y el “pueblo de Dios” (dos entidades mutuamente excluyentes)[47] que evitó la consolidación del régimen republicano.