Su situación preeminente le hace dominar una vastísima zona, siendo perfectamente visible, a su vez, desde distancia lejana.
Las excavaciones fueron emprendidas en los años 1930 por parte de Joaquín María de Navascués, Emilio Camps Cazorla y Juan Cabré, publicándose[1] sus resultados más de 20 años después gracias a Juan Maluquer.
En esta segunda fase se distingue una zona central o acrópolis y dos recintos más, con varias puertas; la principal está al este de la acrópolis y presenta una entrada de embudo.
Para estos momentos el oppidum parece abarcar una extensión de más de 25 ha, de las que solo dos tercios estarían habitadas, dada la irregularidad del terreno, y se acompaña de una característica muralla con doble paramento que se adapta a la accidentada topografía, erigida en dos momentos, el último datable hacia el 500 a. C. Las viviendas, a base de estructuras irregulares pero tendentes a la forma rectangular, con hogares y suelos de tierra apisonada, se distribuyen por la acrópolis y el segundo recinto; fuera de la muralla, por debajo del lienzo oriental, existía un barrio extramuros de casas aisladas.
Respecto al material recuperado, es abundante y variado, sobre todo el cerámico; especies a mano (principalmente peinadas), torneadas, lisas, toscas, decoradas, pintadas, etc.