Fue la segunda de tres encíclicas relativas a la persecución en México, tras la Iniquis afflictisque (1926) y seguida por la Firmissimam constantiam (1937).
El papa expone cómo, desde el inicio de su pontificado, siguiendo en esto a su predecesor, había tratado por todos los medios evitar que se llegasen aplicar los denominados preceptos constitucionales[8] puesto que atacan los derechos primarios e inmutables de la Iglesia.
Por todo esto, tal como recuerda el papa, en la encíclica Iniquis afflictisque declaró solemnemente que el art.
Sin embargo, las condiciones estipuladas en la conciliación fueron pronto violadas, no se permitió la vuelta de los obispos desterrados, y aún se expulsaron a algunos de los que habían podido permanecer en sus diócesis; ni se devolvieron a su uso propio muchos de los templos, seminarios y palacios episcopales que habían sido incautados.
Tras la reanudación en público del culto divino, se generalizó una campaña de calumnias contras los sacerdotes, la Iglesia y el mismo Dios; dirigidas claramente a concitar el odio hacia la religión.
La reacción del gobierno fue hostil; el Presidente de la época, Abelardo Rodríguez, llamó la encíclica "insolente y desafiante.
[15] Sin embargo, en línea con el mensaje de la encíclcia, fueron considerables los esfuerzos por llevar a cabo, en la mander menos politizada posible, los objetivos de Acción Católica Mexicana (ACM): esto es: Aun así, durante la mayor parte del Maximato (1928-1934)[17] la participación de los laicos en la Acción Católica no fue alta y, por tanto, la acción limitada.