Narciso es un novicio, un monje, dotado del conocimiento de una amplísima sabiduría humana.
Con una sola mirada entrañable logra capturar el corazón de las mujeres elegidas.
Encarna ante nuestra mirada el espíritu del vagabundo, y sobre todo del artista creador, que es herencia de su madre, a la que persigue encontrar en las tinieblas de su inconsciente.
Esta meta, y no otra, será el cometido de su vida entera.
Pero en ese largo y a veces tortuoso peregrinaje en busca de sí, jamás se olvidará del amigo más amado, Narciso, constantemente presente en sus pensamientos.
El muy ascético y espiritual Narciso está destinado con claridad a cumplir una brillante carrera religiosa.
La misma que tan brillantemente había sido entrevista y anunciada por su amigo Narciso.
Llamado por sus apetitos de vida errante, deja su labor con el maestro Nicolao.
Pero entre tantos rostros solamente una figura femenina ha de acompañarlo en toda su existencia, desde que partiera del monasterio: la Madre eterna, imagen viva, continuamente mutable, que, finalmente resultará ser la imagen de su propia madre.
Goldmundo permanece en la ciudad, con la intención de continuar su trabajo de artesano y escultor; pero allí conoce a una nueva mujer y se involucra en un episodio que le valdrá la condena a muerte.
Se reconvierte y vive una vida sedentaria y de alguna forma espiritual; pero su alma errabunda le pide una última salida a los caminos, en la que se despediría de su juventud.
La figura del apóstol Juan trabajada por Goldmundo operará como un catalizador en su evolución espiritual.
Serán sus versatilidades, sus incertidumbres las que lo conducirán a una vida de imperturbable vagabundo.
El núcleo de pensamiento fundamental se halla en los dos últimos capítulos del libro.