Durante su juventud pasó largas temporadas en Francia, país por el que sentía una alta admiración, símbolo de la “civilización”, cuyo modelo –según él- debería imitarse en Buenos Aires.
Llegó a adquirir una finca en las afueras de Burdeos y su esposa, María Antonieta Faix Salesse, era francesa.
Estas circunstancias políticas, obligaron al joven Federico a exiliarse en Chile en 1849, haciéndolo por barco en una travesía peligrosísima pasando por el Cabo de Hornos, soportando fuertes temporales durante su accidentada navegación que demandó 64 días.
Fue recogido y atendido por indios quienes –según su relato- le pinchaban las lesiones con plumas, no quedándole ninguna cicatriz; una vez curado continúo su viaje hasta llegar a Buenos Aires.
Ya radicado nuevamente en su país natal reanudó sus actividades alcanzando una cómoda situación financiera que le permitió dedicarse a las tareas rurales.
Posteriormente Galíndez le vendió su parte de las casi 29.000 hectáreas luego que un malón se llevara cautiva a su esposa, hija y suegra.