Las epidemias de fiebre amarilla en Buenos Aires (enfermedad transmitida por el mosquito Aedes aegypti) tuvieron lugar en los años 1852, 1858, 1870 y 1871.[4][5] En numerosas ocasiones la enfermedad había llegado a Buenos Aires en los barcos que arribaban desde la costa del Brasil, donde era endémica.[13][14] En 1858, esa epidemia se trasladó con menor intensidad a Buenos Aires, sin dejar víctimas fatales.[15] La prensa porteña solía manifestar su preocupación por el arribo de los buques brasileños[16] debido a los antecedentes citados y a que la fiebre era una enfermedad costera con carácter endémico en los puertos cariocas, entre ellos Río de Janeiro, por aquella época capital del Imperio del Brasil.[19] Frente a esa situación, el censo antes citado indicaba que en Buenos Aires había apenas 160 médicos, menos de uno por cada 1000 habitantes.[6] Las instituciones públicas no estaban preparadas para hacer frente a las consecuencias de las deplorables condiciones higiénicas en que se encontraba la ciudad.Estaban formados principalmente por oficiales, y correctamente controlados desde el punto de vista sanitario.Entre otras funciones, la comisión tuvo como tarea la expulsión de aquellas personas que vivían en lugares afectados por la plaga, y en algunos casos, se quemaban sus pertenencias.[36] Mientras tanto, a mediados de marzo, el presidente Domingo Sarmiento y su vicepresidente Adolfo Alsina abandonaron la ciudad en un tren especial, acompañados por otros 70 individuos, gesto que fue muy criticado por los periódicos.El paciente carecía de sed y a veces tenía hipo, su pulso se debilitaba.[42] Si la enfermedad ya había llegado al segundo período, el especialista le administraba sulfato de quinina cada dos horas.Por disposición municipal, el sacerdote estaba obligado a expedir las licencias para sepulturas previa presentación del certificado médico, todo ello sumado al cumplimiento de sus deberes evangélicos.[44] Los testimonios de algunos anticlericales notables como Eduardo Wilde afirman que la mayor parte del clero huyó de la ciudad,[30] pero las cifras parecen desmentir esa afirmación, ya que fallecieron durante la epidemia más de 50 sacerdotes y el propio arzobispo Federico Aneiros estuvo muy grave, y además perdió a su madre y una hermana que se habían quedado en la ciudad con él.Navarro da cuenta el día 27 de abril que ya habían muerto 49 sacerdotes.Dado que en ese momento parte del agua para el consumo de la población se extraía del Riachuelo, integró un equipo dedicado a prohibir que los saladeros ubicados sobre sus riberas arrojaran sus efluentes en el curso de agua.Debido a la gran demanda, se sumaron los coches de plaza, que cobraban tarifas excesivas.El mismo problema con los precios se dio con los medicamentos, que en verdad poco servían para aliviar los síntomas.[50] No fue el único caso: en su diario, Navarro afirmaba que hubo enterramientos de gente viva.El trayecto se iniciaba en la estación Bermejo, situada en la esquina sudoeste de la calle homónima (hoy Jean Jaurés) con Corrientes.[nota 7][51] El 7 de abril —era Viernes Santo— murieron 380 personas por la fiebre (y apenas 8 por otras causas).Comenzaron a producirse además casos fulminantes, gente que moría uno o dos días después de contraer la enfermedad.Las autoridades que aún no habían abandonado la ciudad ofrecieron pasajes gratis a los más humildes y habilitaron vagones del ferrocarril como viviendas de emergencia en zonas alejadas.Los decesos disminuyeron en mayo, y a mediados de ese mes la ciudad recuperó su actividad normal; el día 20 la comisión dio por finalizada su misión.[56] El diario inglés The Standard publicó una cifra de víctimas fatales por la fiebre que se consideró exagerada y provocó indignación a los porteños: 26 000 muertos.[57] El doctor Guillermo Rawson afirmó que fallecieron 106 personas por cada 1000 habitantes, cifra también considerada muy alta.Es difícil establecer con exactitud la cantidad correcta, pero los datos de las fuentes más serias la cifran entre los 13 500 y 14 500.En 1875 se centralizó la recolección de residuos al crear vaciaderos específicos para depositarlos, ya que hasta entonces usualmente la gente los arrojaba en las zanjas y riachos.En el resto del país también hubo registros de infecciones que no revistieron mayor gravedad.No se registró caso alguno en territorio argentino entre 1966 y 2008, fecha en que fueron detectados diez casos en la Provincia de Misiones; por lo que los médicos infectólogos suelen considerar a la enfermedad como erradicada, pero susceptible de volver a ingresar, especialmente en el norte del país.[67][nota 9] Guillermo Enrique Hudson, naturalista y escritor nacido en Argentina, escribió en 1888 un cuento llamado "Ralph Herne", que transcurre durante la epidemia de 1871.
Placa recordatoria de las víctimas por Fiebre amarilla en la Iglesia de Nuestra Señora de Belén, barrio de San Telmo.
Tomás Liberato Perón, primer docente de la cátedra de Medicina Legal de la UBA formó parte de los equipos médicos que combatieron la enfermedad.
Monumento erigido en 1873 a los caídos por la fiebre amarilla de 1871, en el centro del Parque Ameghino, barrio de
Parque Patricios
, Buenos Aires. (Obra de Juan Ferrari).