Diego López II de Haro

Pero había adquirido un crédito suficiente en Castilla para poder negociar su vuelta en condiciones favorables: el oficio de alférez y todos sus gobiernos le fueron devuelto.

Este, en su primer testamento de 1204, reconoció que le había perjudicado e intentó enmendar estos actos por su desmesurada reacción ante don Diego.

Aquel mismo año, el rey nombró a Diego López uno de sus cinco albaceas.

Su primer exilio en 1179-1183 le permitió obtener del rey los territorios que había gobernado su padre, La Rioja, Castilla la Vieja y Trasmiera.

En 1204, para incitarle a volver en Castilla, Alfonso VIII le reconoció el gobierno de la totalidad de Vizcaya, un territorio vasco que sus antecesores habían gobernado en el siglo XI.

Reforzó el papel del jefe de familia entre sus parientes, acelerando el paso de una concepción «horizontal» del grupo familiar a una organización «vertical», constituyendo un linaje.

El rey Alfonso VIII sintió enormemente esta muerte pues tenía pensado dejar la tutoría de su hijo Enrique I de Castilla y la regencia del reino a este amigo y fiel vasallo.

Este criticaba sobre todo su estrategia del exilio que le conducía a enfrentarse con su soberano.

A mediados del siglo XV, Lope García de Salazar, en su Crónica de Vizcaya, acabó señalando esta oposición, imaginando, frente al apodo «el Bueno» que existía desde finales del siglo XIII, un apodo opuesto, «el Malo».

Esto contribuyó al mito del «feudo independiente» de Vizcaya que alimentó las controversias entre los fueristas — y posteriormente los nacionalistas vascos — y sus opositores, hasta la primera mitad del siglo XX.

Sepulcro de don Diego López II de Haro en el claustro de Santa María la Real de Nájera (La Rioja)