En este sentido, es similar a las connotaciones peyorativas que se asocian con los términos tirano y dictador.
En este y otros contextos de influencia griega, el término se usó como un honorífico más que como un peyorativo.
Aristóteles afirmó que el despotismo oriental no se basaba en la fuerza, sino en el consentimiento.
Poseyendo espíritu e inteligencia, los griegos eran libres de gobernar a todos los demás pueblos.
Por ello, se rodeaba de auténticos filósofos, como Voltaire o Denis Diderot.
Su famosa frase, "No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo,"[10] subraya su compromiso con las libertades individuales y su oposición al autoritarismo.
[11] A pesar de su escepticismo, Voltaire veía un valor potencial en el "despotismo ilustrado" — un sistema donde un gobernante absoluto usa su poder para llevar a cabo reformas que mejoren la sociedad y promuevan una gobernanza racional.
Para Voltaire, el aspecto pragmático del despotismo ilustrado era que podría llevar a mejoras significativas en la sociedad, incluso si se lograba mediante medios autocráticos.
La sociedad es asimismo súbdita, ya que todos tienen la obligación de obedecer estas leyes.
Esta doble función de la sociedad apela a la soberanía del pueblo, ya que no hay mayor autonomía que el seguimiento estricto de leyes impuestas por uno mismo.
Sin embargo, para el buen ejercicio de estas leyes, es necesario un gobierno que las ejecute.
Durante este período numerosos soberanos de Europa, motivados por el modelo del rey-filósofo del que hablaban Voltaire, Rousseau y otros pensadores, defendieron esta forma de gobierno.
Aunque las medidas tomadas por los monarcas significaron un avance, sus gobiernos continuaron siendo en cierto modo absolutistas, y el descontento del pueblo era evidente, por lo que se amotinaron en más de una ocasión en contra de su rey, como le ocurrió a Carlos III.