Cuando los españoles entraron en contacto con las civilizaciones que se habían desarrollado en el territorio del actual México, se encontraron con un panorama absolutamente diferente al que habían imaginado: las condiciones topográficas y naturales del lugar, el impactante nivel de desarrollo cultural, social y político, la extensión de sus asentamientos y la increíble traza urbana de su ciudad.
Así fue como los españoles continuaron su conquista iberoamericana con el condicionante previo americano, rechazándolo, aceptándolo en algunos casos particulares o construyendo directamente sobre asentamientos indígenas preexistentes.
Las necesidades de culto y catequesis se vieron limitadas cuando se intentó adoctrinar a miles de indígenas: los espacios cubiertos resultaban insuficientes.
La propia experiencia indígena de prácticas sacramentales al aire libre hizo que los conquistadores se plantearan recurrir a esta modalidad para concretar su sincretismo religioso.
Éstas constituían pequeños edificios ordenadores del espacio externo en su uso ceremonial, cuya función cotidiana sería señalar los puntos de reunión para la evangelización y significar el recorrido procesional dentro del atrio, constituyendo un sitio preciso de “aposentamiento” de las imágenes trasladadas en catecúmenos.