El lugar debió parecerles muy apropiado: estaba señalado por un cerro costero, que suponía una referencia visual para la navegación donde hoy se levanta el Castillo de Guardamar, y donde pudieron fundar ya un santuario empórico.
Y mucho más cerca, varias lagunas donde obtener fácilmente sal, indispensable para conservar los alimentos que portaban en sus largas travesías.
[3] Sobre la superficie rocosa, los fenicios diseñaron un plan urbano ágil y flexible, que ya habían puesto en práctica en otros lugares, algunos muy lejanos.
La fortificación era potente y funcional, con capacidad para albergar a una pequeña comunidad humana que la pudiese defender sin problemas.
Se adapta al terreno con una cadencia constructiva y una métrica que era desconocida por entonces en las tierras de Iberia.
El lugar, aunque parcialmente abandonado, aún conservaba en pie la muralla, en forma de talud, junto con un gran tirante para sostener ambos lados, y sobre el que se había habilitado una escalera para penetrar en la ciudadela.
El enorme crecimiento de la vecina Fonteta debió provocar el abandono definitivo y la ruina del otro emporio fenicio.
Mucho después, en el siglo I a. C., una familia de campesinos romanos levantó su pequeña vivienda sobre las ruinas del viejo poblado fenicio, seguramente sin saber lo que tenían bajo ellos.