La revolución había provocado el resurgimiento y reorganización del carlismo, que aspiraba a que la nación reconociese como rey de España a Carlos de Borbón y Austria-Este.
Sin embargo, debido al carácter belicoso del partido carlista, no faltaban quienes pretendían hacer inmediatamente un alzamiento, creyendo que sería secundado por la nación y por gran parte del ejército, tanto más, cuanto que eran numerosos los ofrecimientos de muchos militares que, habiendo servido a Isabel II, pedían ahora licencia absoluta en el Ejército y ponían sus espadas a disposición de Don Carlos.
[1] Don Carlos se había trasladado a Burdeos (palacio Lalande) y de allí a un caserío próximo a Urugne, acordándose, en vista de los ofrecimientos, que no se realizara el levantamiento general hasta que dos o tres fortalezas fueran ocupadas por los carlistas, fortalezas que habían prometido ser entregadas por la guarnición.
Pasaba el Tajo por donde podía; evitaba los pueblos grandes; en los pequeños entraba impetuoso, arengando a su gavilla; pedía raciones, cebada y pan o lo que hubiese; y si en alguna parte le atendían, daba recibo en papel encabezado con este membrete: Real Comandancia de Toledo.
Hacía poco o ningún daño; no fusilaba; valíase de los muchos amigos que en la comarca tenía para escabullirse de la Guardia civil; pedía y tomaba raciones; no despreciaba caballo cojo ni burro matalón, y aprovechando alguna coyuntura feliz arramblaba con los menguados fondos municipales.
El administrador, que era su amigo, le daba raciones y buen vino de las provistas bodegas del General.
Pero esta sufría en otras partes de su cuerpo enardecido múltiples tumores que en sanguinoso avispero se juntaban.
Los párrocos y canónigos de Astorga, alzando pendones por la Monarquía absolutamente católica, se comprometieron a dar cada uno para la santa guerra un hombre armado o su equivalencia en dinero.
Del Seminario salió un intrépido sacerdote y catedrático, el señor Cosgaya, que, organizada la evangélica partidita, se lanzó a las aventuras macabeas.
Asoló diferentes pueblos, dejando en Santa María de Ordax memoria perdurable, por los delitos que allí se perpetraron contra la vida, la hacienda y el pudor.