Su padre, Giovanni Giacometti, había sido pintor impresionista, mientras que su padrino, Cuno Amiet, fue fauvista.
Sin embargo, le atrajo más el movimiento surrealista y hacia 1927, después de que su hermano Diego se convirtiera en su ayudante, Alberto había empezado a mostrar sus primeras esculturas surrealistas en el Salón de las Tullerías.
Esto fue seguido por una nueva y exclusiva fase artística en la que sus estatuas comenzaron a estirarse, alargando sus extremidades.
Fue su mujer la que le brindó la oportunidad de estar constantemente en contacto con otro cuerpo humano.
Esta obra inaugura la incursión de Alberto Giacometti en el universo del objeto surrealista.
“Desde hace años”, escribe en 1933, “realizo solamente aquellas esculturas que se ofrecen a mi espíritu ya perfectamente terminadas”.
Sin embargo, el aspecto más innovador es la puesta en juego del movimiento real en la obra plástica, hasta entonces estática.
Al poner la bola y la medialuna en el volumen cúbico de una jaula, Giacometti puede jugar con sus dos registros espaciales.
Recluida en un armazón transparente, que acentúa la impresión de aislamiento, la puesta en marcha del objeto produce una violenta emoción que se asocia inmediatamente con la irritante sensación de un deseo incumplido, representando todas las frustraciones del dispositivo amoroso, aunque los elementos masculino y femenino son intercambiables.
Es inevitable asociar Bola suspendida con un recuerdo infantil del propio Giacometti, a propósito de una gran piedra perforada que se hallaba en los alrededores de su pueblo, un “monolito de color dorado”, que le atraía magnéticamente y cuyo agujero, “hostil y amenazante”, se abría en su base a una húmeda gruta en la que apenas si cabía el pequeño Alberto tumbado.