Mientras otras autocracias, como la de Austria y la misma Roma siempre tuvieron una actitud ambivalente en relación con los judíos —a veces protegiéndolos y usándolos; otras veces persiguiéndolos—, el Zarismo trató a los judíos como extranjeros no aceptados.
La violencia era abiertamente instigada por sectores del Gobierno, que pasó a manipular el sentimiento anti-judío de las masas rusas con dos objetivos.
El primero era intentar reducir a la población judía del modo más rápido y drástico posible.
El segundo, canalizar la insatisfacción popular, especialmente entre los campesinos empobrecidos, alimentando su odio contra los judíos para así controlar y detener una ola revolucionaria mucho mayor, que acabaría en 1917 destruyendo el régimen zarista.
El pogromo de Chisináu se extendió por tres días con disturbios y revueltas contra los judíos.
Grupos de autodefensa organizados por judíos después del primer pogromo contribuyeron para contener la violencia, pero su éxito fue relativo.