[10]: 201–222 El que la obra no aparezca mencionada en fuentes contemporáneas como ejecutada por Salzillo más allá del testimonio de Rejón de Silva, sobre todo teniendo en cuenta la gran fama del escultor, hace un tanto inverosímil su adjudicación al artista murciano, pese a lo cual se le viene asignando con asiduidad desde hace más de un siglo.
La duda entre uno y otro se justifica no solo por la cronología de la imagen sino también por la poderosa influencia que el artista marsellés tuvo sobre el tallista murciano, lo que lleva a encontrar numerosas similitudes en la producción de ambos.
[3]: 133 La datación ha sido precisada por Sánchez Moreno entre 1738 y 1747,[1]: 147 postura compartida por Frederic-Pau Verrié y Alexandre Cirici i Pellicer,[12]: 137 mientras que otros investigadores han optado por postergar su hechura, como José Miguel Travieso, quien fecha el medallón en el periodo 1755-1760,[5] si bien tanto el relieve como el marco delatan una factura coincidente con lo indicado por Sánchez Moreno: las finas líneas entrecruzadas con adornos de corte vegetal añadidos a la ya de por sí potente moldura, los cuales se unifican con la escultura, además de la talla y las cartelas empleadas, constituyen ornamentos que irrumpieron en la escena artística murciana a finales de la década de 1730, alcanzando su máximo desarrollo en la década siguiente.
Sin embargo, Jesús tiene la cabeza girada en sentido opuesto y alarga su brazo al Bautista, quien se hace acompañar de un cordero (Agnus Dei) por ser este su principal atributo y gesticula con las manos mientras eleva el rostro para establecer un diálogo con su primo, a lo que la Virgen se muestra conforme.
[13]: 9 De gran naturalismo, la pieza sigue una composición clásica configurando una pirámide y una clara línea diagonal en la que se hallan las miradas de los personajes, lo que aporta una sensación intimista y, en menor medida, teatral.
[3]: 141 [5] Luce una túnica bermellón larga hasta los pies y tímidamente abierta para dejar su seno izquierdo a la vista, pudiendo apreciarse en el área del cuello un sayo de color marfil también visible a la altura de las muñecas.
Con una anatomía rolliza, la figura del infante se muestra abierta conforme a los cánones del barroco, estando la cabeza caracterizada por una frente amplia en parte cubierta por un largo mechón y por pequeñas ondulaciones que tapan el área superior de ambas orejas, quedando el naturalismo potenciado, al igual que en la Virgen, por unos ojos de cristal.
Entre ambos personajes se establece una cercanía que refleja un sentimiento naturalista a la vez que teatral, vistiendo San Juan una prenda elaborada con piel de camello la cual deja al descubierto gran parte de su anatomía, detalle que junto con el cordero presagia su futuro papel como predicador en el desierto.
[3]: 141 Este mismo tema, con estas tres figuras, fue llevado al terreno artístico previamente por José Risueño, haciendo lo propio Luisa Roldán, aunque en esta ocasión se prescindió del Bautista.
En lo tocante al paisaje, este envuelve a los personajes fungiendo como algo más que un mero acompañamiento o escenografía, hallándose la Virgen plagada de numerosos jeroglíficos marianos así como de elementos que aluden a múltiples virtudes, entre ellas la fortaleza.
Concretamente, la palmera se alza como un elemento reivindicativo que encumbra a la Virgen como fuerte y triunfadora de acuerdo con fray Nicolás de la Iglesia: Respecto al árbol cortado, referente de la Crucifixión, el mismo alude también al pecado y la penitencia, destacando por otro lado un tronco mucho menor en el extremo opuesto; según San Juan Evangelista, el árbol que no da buen fruto será cortado y arrojado al fuego, mientras que San Mateo defiende que el hombre necesita de las obras y, como el árbol bueno, producirá frutos buenos.
Tanto el árbol cortado como la palmera remiten en conjunto al Juicio Final del mismo modo que el cordero del Bautista, mientras que María exhibe el seno que alimentó a Jesús, quien juzgará a vivos y muertos, erigiéndose por tanto las tres figuras como una Déesis explicada mediante la simbología: Jesús como Salvador, María como Intercesora y San Juan como Redentor.
[3]: 139–140 Esta obra, de la que existe una copia en propiedad particular en Valencia la cual fue facturada en Murcia y se atribuye falsamente a Salzillo,[1]: 131 se erige como una de las piezas más valiosas del Museo Catedralicio a la vez que constituye una de las imágenes más sobresalientes del rococó murciano.