Como resultado, el pueblo llano apoyó al rey Pedro I, dándole el sobrenombre de Justiciero, mientras que sus enemigos lo apodaron el Cruel.
Su voluntad de fortalecer la autoridad real dio lugar a que tratara autoritariamente y con dureza a la nobleza alta castellana, lo que ocasionó que esta última pronto se rebelase abiertamente: su anterior favorito, el anciano Juan Alfonso de Albuquerque, deseoso de devolver el poder a la nobleza, organizaría una alianza entre los príncipes bastardos y el rey Pedro IV de Aragón.
Estas rebeliones fueron duramente reprimidas por el rey, que no vaciló en ejecutar a los agitadores, a pesar de su rango y de los usos con que se castigaban tales actos (prisión, exilio o confiscación de tierras y castillos).
Estos primeros enfrentamientos benefician en gran medida al rey.
Enrique de Trastámara debió huir para refugiarse en Francia con el rey Juan II y el delfín Carlos.
Aprovechando la calma interna y tomando como pretexto un incidente entre una flota aragonesa y buques genoveses, Pedro I de Castilla declara la guerra a Aragón.
Enrique de Trastámara es derrotado y debe refugiarse en la ciudad.
Inexplicablemente, Pedro I de Castilla no sitia la ciudad y vuelve a Sevilla.
Dado que la guerra con Enrique de Trastámara continuaba y no podía hacer frente a sus deudas en el pacto que hizo con los ingleses, el Príncipe Negro retiró sus tropas.