Durante su gobierno como regente, convocó el Concilio de Nicea II en 787, que condenó la iconoclasia como herética y puso fin al primer periodo iconoclasta (730-787).Su reinado como tal la convirtió en la primera emperatriz regente, gobernando por derecho propio, en la historia imperial romana y bizantina.[2] La prematura muerte de su marido hizo que el trono quedara realmente en sus manos, dejándola como única responsable.Durante su regencia con su hijo Constantino, Irene llegó a ejercer una enorme influencia en las políticas gubernamentales.Una de estas revueltas tuvo éxito, pero en 792 Irene fue restablecida en todos los poderes imperiales como co-emperadora con Constantino.[3][4] Su decisión más importante fue permitir la restauración del culto de las imágenes, que había sido prohibido por León III el Isaurio en 726.Sin embargo, tras una serie de fracasos militares, Constantino decidió devolver el poder a su madre, quien fue confirmada como emperatriz.Ante esto, la facción iconoclasta tramó colocar en el trono al césar Nicéforo, uno de los cinco hermanos del anterior emperador, León IV.Se cree que murió a consecuencia de las heridas producidas, aunque este extremo ha sido recientemente puesto en duda.Tras acabar con su hijo, Irene se convirtió en la primera emperatriz en la historia del Imperio bizantino en ocupar el trono no como consorte o regente, sino en su propio nombre.