Evita, la loca de la casa

Mi nombre es Eva Duarte, y mis mayores me importan tanto como la brisa o el destino de Antioquía.

Si bien aquí no hay suicidio, existe cierta complacencia en la muerte, como medio para no perpetuar la existencia de ese ser doliente que no llega a acomodarse en su papel, que es plagiado, falseado, traicionado, ensombrecido y ocultado, por el General y los malos asesores junto a quienes transcurre su vida inventada y negada.

[1]​ En efecto, hay un paralelismo evidente entre esta obra y las Memorias de Antinoo, del mismo autor: el tono onírico, el delirio, la muerte inmediata y la narración hacia alguien (hacia Juan Domingo Perón en un caso, hacia en emperador Adriano en el otro) con un poder presuntamente malogrado, que sería en parte causa de las muertes.

Puede decirse que por obra de tal desdoblamiento, el personaje-narrador se construye a sí mismo sobre dos dimensiones antitéticas y complementarias que, lejos de ser estáticas, intentan fagocitarse mutuamente (imágenes y parlamentos con detalles demenciales, no obstante, hacen entrever que en dicha operación, la locura triunfa finalmente).

Pero el mito falaz que la envuelve le impide aquella obra de autenticidad.

En cuanto al lenguaje y a la construcción del relato, se advierte un registro poético que va in crescendo y copa el texto a nivel verbal e, incluso, visual.

Las oraciones se disponen en la hoja de manera unitaria, despojada, sencilla.

Entonces era cansador oír tantos reclamos, si ya sabemos que el país está lleno de pobres.