Los manuscritos de Évora no siguen un mismo hilo conductor desde el punto de vista musical y literario, por lo que están realizados en épocas diferentes y por al menos dos copistas que no conocían del todo bien el idioma castellano: la Jornada I y III pertenecen posiblemente al mismo copista y por sus características paleográficas corresponden al primer cuarto del siglo XVIII; sin embargo, el manuscrito de la Jornada II es de otra mano y se situaría en el último tercio del siglo XVII.
Céfalo pretende llevarse el venablo como trofeo, pero Procris, al impedírselo, se hiere una mano con la hoja de la lanza y al mirar su propia sangre se apodera de ella una sensación misteriosa, por lo que huye horrorizada.
Entre ellos se esconde Eróstrato, que desea vengarse, así como Céfalo y Clarín, para poder ver a Procris.
Aura, invisible para todos, desciende desde las alturas en un carro tirado por camaleones y cruza la escena cantando al amor, por lo que Diana, enfurecida por tal sacrilegio, rechaza los dones y manda cerrar el templo.
Rústico, en forma de perro, arremete furioso contra Clarín, que se encuentra con su esposa Floreta, y desaparece persiguiéndola.
En un asteroide errante, Diana encomienda su venganza a las tres furias: Mégera hará que Eróstrato huya de los hombres perseguido como "humana fiera", Alecto sembrará en Procris los celos, y Tesífone perturbará los sentidos de Céfalo.
En cambio, Diana decide poner fin al castigo de Rústico devolviéndole su figura humana.
Estando Procris a solas con Floreta, irrumpe Alecto para contarle que Céfalo va al encuentro de otro amor y así infundirle los celos.
Aparece la "fiera" perseguida por los cazadores: Eróstrato; y Céfalo pretende darle muerte.
Calderón coincidió con un músico inteligente y de gran sentido teatral como era Juan Hidalgo, quien, pese a tener un gran conocimiento de lo que se estaba produciendo en Italia, usó recursos hispanos para contentar a un público nada acostumbrado a tanto recitativo y más especialista en música de tonadas de entremeses y bailes, y en tonos humanos cantados en la cámara real o en los teatros.
Sin embargo, Hidalgo se encontró con una dificultad que no tenían los compositores italianos: la tipología de los cantantes.
En Madrid, la obra fue representada por veinte actrices frente a seis hombres que formaban el coro, y todos los papeles -excepto el del gracioso Rústico- se encargaron a mujeres comediantes, especializadas en papeles de músicas -cantar cuadros, bailes o tonos-, pues era imposible contratar a tiples masculinos, solo admitidos desde principios de siglo en las capillas reales o catedralicias con pensiones eclesiásticas, y por tanto incompatibles con papeles cómicos.
Las pocas voces masculinas intervienen en los coros reducidos, que son interpretados entre bastidores o como telón de fondo por cantantes posiblemente sin técnica vocal suficiente para enfrentarse al esfuerzo que supone la arriesgada duración del estilo recitativo y su compleja memorización.
Por tanto, existe una diferenciación muy clara de los personajes según el estilo de música que les corresponde interpretar: para los nobles y míticos los recitativos y ariosos, mientras que para los cómicos las coplas bailables con estribillo.
La música destaca por su gran expresividad y adecuación a la acción dramática, con la utilización de los ritmos sincopados típicos españoles y empleando dos tipos de metros: el ternario, especialmente el menor, relacionado con los aires de danza hispánica, y el binario, en los recitados libres que son más cercanos a la música italiana.
Los coros cumplen con la función que se les asigna en la ópera barroca de la época: el texto, al subrayar la acción, debe ser fácilmente perceptible, por lo que se prefiere la escritura homofónica.
Probablemente, para su representación se utilizase la instrumentación existente entonces en la Real Capilla, formada por bajones, bajoncillos, cornetas, chirimías, violines, arpas y clave.
Su preocupación máxima, al igual que todos los compositores de ópera del siglo XVII, radicaba en lograr el equilibrio entre unidad y variedad, conseguido plenamente en Celos.
Músico prolífico y admirado, Juan Hidalgo consiguió dominar la música en la corte hasta su muerte, llegando a ser posiblemente el autor más influyente del mundo hispánico en la época que le tocó vivir.
Ahí se conservaron juntas hasta comienzos del siglo XIX, momento en que José Bonaparte se apropió del Céfalo y Procris, que acabó finalmente en Estrasburgo.
Ella, tal y como relata Ovidio, "desfalleciente, al mismo umbral de la muerte, hizo un esfuerzo para pronunciar algunas palabras”.