El absolutismo monárquico del rey de Francia Felipe IV el Hermoso, teorizado por los romanistas de su corte, no admitía ningún poder exterior a su voluntad, por lo que chocó con la doctrina teocrática del papa Bonifacio VIII, que afirmaba el derecho pontificio sobre todos los hombres, incluso los soberanos.
La enemistad entre el papa y el rey hunde sus raíces en las pretensiones del soberano de querer cobrar tributos a los eclesiásticos de su reino, para sostener las guerras que llevaba especialmente contra Inglaterra.
Bonifacio se encoleriza y con su falta de tacto, arremete contra el rey confirmando lo dicho en la Clericis laicos por medio de la bula Ausculta fili, donde el papa confirma lo que ha sido tradición en la Iglesia católica, que todo cristiano, aun si es rey, está sometido a la autoridad del romano pontífice.
[3] A este punto, Bonifacio promulgó la bula "Unam sanctam" (1302), con la cual venían condenadas las tesis de Felipe el Hermoso, que negaba la potestad de la Iglesia en las cosas temporales, ratione peccati, es decir, si el rey no estaba a la altura de comportarse cristianamente: todo hombre, para alcanzar la salvación, debe necesariamente someterse al Romano Pontífice.
Afirmó que se había atenido a la tesis fundamental del Medievo, según la cual el papa podía (y debía) solamente ratione peccati, o, como lo expresaba santo Tomás de Aquino —por el cuidado de las almas—, intervenir como juez en los asuntos políticos, temporales.
Pero, basado en este razonamiento, el papa intervino de hecho en todos los asuntos de Europa, y fracasaba en todas partes: en Alemania, Sicilia, Hungría, Escocia, Bohemia, Venecia, etc. Hay que destacar además la confusión objetiva y terminológica que gravaba en general esa tesis hierocrática.
Pero Felipe ya tenía un plan acordado con sus ministros, para impedir la declaración de la bula.
Por otra parte, surge lo que se llama el “nacimiento del espíritu laico”.