Durero pintó estas dos tablas después de su segundo viaje a Venecia, durante el cual el pintor profundizó en el dominio del color y, además, buscó, incluso matemáticamente, la forma ideal.
Son obras pioneras para su época, ya que si bien el tema de desnudo era usual en la Europa del Renacimiento, mayormente se representaba en formatos pequeños, en cuadros para el coleccionismo particular así como en grabados y dibujos; resultaba atípico plasmar desnudos a tamaño natural y especialmente en pintura no mural.
Los escasos precedentes conocidos son murales de edificios religiosos donde Adán y Eva aparecen integrados en una narración bíblica más amplia.
Se sabe que a finales del siglo XVI colgaban en el Ayuntamiento de Núremberg, pero los historiadores discrepan sobre cómo llegaron allí; según una hipótesis, la viuda de Durero (Agnes Frey) las vendió a las autoridades municipales, pero según la creencia mayoritaria fueron encargadas al artista por el propio Ayuntamiento.
El énfasis dado a los desnudos hace improbable que se pintasen para una institución religiosa, y su gran formato no parece propio de un encargo particular sino institucional.
Décadas después, el rey Carlos III ordenó que ambos cuadros de Durero, junto a otros desnudos, fuesen quemados por su contenido supuestamente obsceno.
Pero tal medida no se adoptó hasta 30 años después, periodo en el cual Adán y Eva hubieron de permanecer almacenados en el Buen Retiro.
En 1792 Bernardo Iriarte retomó la propuesta de enviar a la Academia los desnudos almacenados, que el nuevo rey Carlos IV aceptó.
En 1827 las dos obras de Durero pasaron al Museo del Prado, junto con otras más o menos eróticas.
Eva permanece al lado del árbol, viéndose la serpiente enrollada en torno a una de las ramas.
El artista realiza un estudio en profundidad de la anatomía humana y demuestra su gran habilidad como dibujante.