Siguió un patrón común a otros fenómenos del mismo tipo: a medida que se incrementaba el precio de las acciones de las compañías ferroviarias, cada vez más capital y especuladores llegaban al mercado, hasta que se produjo el inevitable colapso.
En 1825 el gobierno había derogado la Bubble Act, que desde la desastrosa South Sea Bubble de 1720 había puesto estrechos límites a la formación de nuevas empresas (business ventures) y, lo que aún era más importante, limitaba las llamadas joint stock companies ("sociedad por acciones") a un máximo de cinco inversores distintos.
La difusión de periódicos como medio de comunicación y el surgimiento del moderno mercado bursátil (stock market) hizo fácil para las compañías promoverse a sí mismas y facilitar la inversión del público general.
Muchas familias invirtieron todos sus ahorros en las compañías proyectadas, y muchos perdieron casi todo cuando la burbuja estalló y las compañías les exigieron hacer frente a su compromiso de pago.
El gobierno británico promovió un laissez-faire casi total, evitando regular los ferrocarriles.
Las compañías debían someter un Bill al parlamento para obtener el derecho a adquirir terrenos para su línea, lo que requería que la ruta del ferrocarril propuesto se aprobara; pero no había límites al número de compañías y no se comprobaba realmente la viabilidad financiera de las líneas.
Cualquiera podía fundar una compañía, obtener inversiones y someter un Bill ("proyecto de ley") al parlamento.
Como otras burbujas, la Railway Mania se convirtió en un ciclo auto-promovido basado puramente en la especulación excesivamente optimista.
El frenesí especulativo de la manía hizo al público mucho más dispuesto que nunca lo estuvo o nunca lo volvería a estar a invertir las grandes sumas requeridas para la construcción de los ferrocarriles.