No quedan muchas noticias del pueblo de aquella época remota.
Algunos historiadores cuentan que Almanzor pasó herido por Muriel Viejo camino de Calatañazor para encontrarse con su derrota definitiva.
En la actualidad el pueblo, que es villa igual que Madrid, se encuentra en el valle del río rodeado por el este y el sur de los picos de La Lastra, San Vicente y Peñota.
En la Edad Media el caserío pudo estar en una zona más alta, a los pies del pico de San Vicente, en el paraje que se denomina la iglesia Vieja.
No hay duda de que hubo una iglesia románica porque su arquivolta se colocó en la puerta del actual cementerio.
Tiene los capiteles muy deteriorados, pero con los mismos animales fantásticos que otros edificios de la zona.
En su término e incluidos en la Red Natura 2000 los siguientes lugares: Cuenta con una población de 75 habitantes (INE 2024).
Cómo tantos lugares Muriel Viejo tiene un sitio mítico y mágico que es el pico de San Vicente.
Su silueta es el faro que señala el camino para volver al pueblo desde el oscuro laberinto de los pinares.
Los últimos rayos del poniente iluminan las laderas para anunciar que otro día se termina.
Un día pusieron un poste para ver la televisión y después otro mucho más grande para la telefonía móvil.
Durante el día no les faltaría trabajo reparando los aperos agrícolas, cuidando de los animales que se quedaban sin pastos y mejorando sus viviendas.
La verdura escaseaba en tierra alta de hielos y sólo el repollo acompañaba a las eternas patatas guisadas.
En la primera mitad del siglo había aspectos de la vida del pueblo que guardaban muchas semejanzas con las de la época medieval: La pobreza, la monotonía y la escasez en los alimentos que se agudizó en la posguerra.
Las casas tenían un horno para cocer el pan de hogaza que se amasaba una vez a la semana.
Algunos tenían cuatro, otros solamente una y formaban la pareja pidiendo prestada la de un familiar o un vecino.
Las cabras proporcionaban la leche del desayuno, y algún ingreso adicional con la venta de los cabritos.
Había nacido el oficio de resinero que daba trabajo a varios vecinos.
El olmo creció y se hizo muy fuerte, sobrepasó la torre de la iglesia.
Las calles se convertían en barrizales con la llegada de las lluvias y en pistas resbaladizas con el hielo.
Cada vecino limpiaba su puerta y un trozo de calle para que los niños pudiesen ir a la escuela cuando caían las grandes nevadas.
Del pinar llegó el dinero para llevar el agua a las casas y para adoquinar las calles.
Quedaron su tronco enorme y los muñones de sus viejas ramas presidiendo la plaza.
Un día lo arrancaron, partieron el tronco en pedazos y lo dejaron abandonado en el borde de un camino donde se lo comen los gusanos.
Ahora hay nuevos árboles en su lugar y en verano muchos niños juegan a su alrededor.