Así le ponían en el ataúd hecho expresamente para esto con un lienzo debajo y otro encima.
La costumbre de arrojar en la calle todo el agua que se encuentra en la casa y en las de los vecinos, ha sido particular a los judíos modernos: no se lee que la hayan practicado los antiguos.
En efecto Dios amenaza en la Escritura a Joacín, que no se le llorará en su muerte (Jeremías 22:18).
Antes de colocar el cadáver le barnizaban bien por dentro y fuera, para que no saliera vapor alguno incómodo.
Las mortajas más comunes entre los católicos se reducían a envolver al difunto en una sábana blanca.
La Emperatriz María Teresa hizo por sus propias manos su mortaja y sus criadas que la vieron coser este ropaje fúnebre con gran secreto, lo callaron hasta después de su muerte.