[1][2] La salud del ser humano, definida por la Organización Mundial de la Salud como “el estado completo de bienestar físico, mental y social” depende en gran parte del buen estado de salud de los ecosistemas de los que en última instancia dependen su seguridad alimentaria y sus posibilidades de desarrollo agrícola, pecuario, urbano e industrial.
[2] Los procesos continuos y acelerados de fragmentación y degradación de los hábitats, introducción de especies invasoras, contaminación, sobreexplotación y cambio climático suponen una seria amenaza para la biodiversidad a pequeña y gran escala.
El impacto global de las actividades humanas sobre la biodiversidad y los procesos ecológicos tiene implicaciones en la salud y se está manifestando un aumento en la incidencia y distribución geográfica de enfermedades infecciosas emergentes (EIE) y de enfermedades reemergentes (ERE) no solamente afectando a la salud humana sino también a la salud animal, bien sean animales domésticos o salvajes, debido en parte a cambios en los patrones de transmisión de patógenos.
[2] Así pues, hay numerosos ejemplos de enfermedades transmitidas de animales a personas, tales como la Fiebre del Nilo Occidental, el Ébola, el síndrome pulmonar por Hantavirus, el Síndrome Respiratorio Agudo Severo o la enfermedad de Lyme, las claves para cuyo control o erradicación podrían averiguarse desde el enfoque ecosistémico de salud que ofrece la medicina de la conservación.
De hecho, existen ejemplos que se ajustan muy bien a este patrón, como la enfermedad de Lyme en Estados Unidos[3] o el brote reciente de Leishmania en Madrid.