Suzanne no imagina la crueldad de sor Sainte-Christine, que la maltrata, la encierra, la azota, le roba su crucifijo, le prohíbe rezar y comer, y prohíbe a las otras monjas que tengan cualquier contacto con ella.
Las monjas acaban creyendo que está poseída, y sor Sainte-Christine pide un exorcista.
El sacerdote ve las heridas y entiende que su devoción a Dios no es propia de una persona posesa.
Su abogado se disculpa y le promete mantenerse en contacto, aunque la Iglesia lo prohíbe.
Suzanne huye con él pero cuando el joven la besa, mostrando que quiere una relación más física, la chica le abandona y se refugia cerca, trabajando como costurera y haciendo tareas tradicionalmente femeninas.
Se acerca a una ventana, y tras pedir el perdón de Dios, salta al vacío.