Los periodistas eran escritores y políticos, por lo que los diarios de circulación hacían duras críticas a los Alfaro.
Alfaro buscó refugio en la legación de Chile y posteriormente pidió asilo político a Panamá.
En medio de este ambiente antiliberal el populacho enfurecido linchó al coronel Quiroga.
Ante la inminente derrota del liberalismo, El Viejo Luchador firmó la capitulación, que fue mediada por los cónsules de Brasil y Chile en Guayaquil.
Durante el juicio, declaró no poseer religión alguna, lo que tal vez encendió la ira de la muchedumbre.
A la madrugada siguiente, el cadáver fue arrastrado por la calle Aguirre hasta Pedro Carbo, donde fue decapitado y mutilado; su corazón fue extirpado para ser exhibido como trofeo de guerra, y, con queroseno obtenido del almacén «La Bola de Oro», encendido durante una hora hasta que su viuda Teresa Guzmán pidió misericordia.
Desde aquel día es controvertido dar una respuesta sobre quiénes fueron los responsables materiales e intelectuales del asesinato de Alfaro y sus tenientes.
Luego de la masacre del general Montero, el presidente Freile ordenó que los prisioneros sobrevivientes fueran trasladados hasta la capital ecuatoriana.
Pero no hubo tiempo ni siquiera de asegurar las celdas, pues la gente ya había empezado el ataque a los reos políticos.
Solo la guardia interna del penal resistió; aseguró las puertas con lo que tenían a mano, pero estas fueron rápidamente destruidas.
Según pudo establecer Gangotena en una visita pocos días después de ocurridos los hechos, los asesinos forzaron a tiros una ventana y una puerta de madera que había sido asegurada sin éxito con unos adobes, mientras que no pudieron romper la puerta principal.
Quienes entraron abrieron luego la puerta principal y supieron rápidamente dónde estaban los presos, pues sin demora se dirigieron hacia ellos, encontrando a los generales vencidos en sus celdas aún abiertas.
[14] La empleada del penal Carmen Sandoval relató al fiscal haber visto lo siguiente:[16]
Pese a lo escrito por José María Vargas Vila, en su libro La muerte del Cóndor, no participaron en el crimen indígenas ni personas venidas de otras ciudades, pues casi todos eran personas conocidas como artesanos, cocheros y prostitutas de Quito.
Un abogado le cortó la lengua al cadáver del coronel Luciano Coral y la llevaba en la punta de su bastón mostrándola a la gente.
La versión del arzobispo de Quito, Federico González Suárez, fue que la Iglesia católica no participó en la masacre.
Se supo que el gobierno dio la orden de no reprimir ni intervenir, tanto a los mandos militares como a la policía que se encontraban presentes, y estos no intervinieron hasta cuando la turba iracunda dejó abandonada la hoguera.
[21] Gangotena relata que la turba arrastró los cuerpos por toda la plaza de la Independencia y luego bajó hacia San Agustín, hacia donde vivía Carlos Freile Zaldumbide, en cuya casa intentaron ingresar para dejar los cadáveres, cosa que impidió la guardia presente.
Debido a que usaron poco combustible, la chusma dejó a medio quemar y reconocibles los restos del general Ulpiano Páez, así como los de Medardo y Flavio Alfaro, en cuyos cadáveres mutilados era posible todavía ver las vísceras.
Reprocha también al coronel Sierra su absoluta inacción frente a lo que ocurría y el accionar de la prensa con diarios políticos, que representaban a Leónidas Plaza y Julio Andrade.
[12] Días después, durante las investigaciones, el fiscal Jaramillo cuestionó fuertemente la acción del ejército, que al parecer facilitó el asalto al penal y dio armas a los asesinos como Cevallos y otros.
[20] Enrique Ayala Mora, autor del libro Moderna Historia del Ecuador, señala según su opinión: «No hay elementos suficientes para acusar a Plaza, pero es en cambio incuestionable que fueron los placistas junto con los conservadores y clérigos los que azuzaron a la multitud enloquecida».