De costumbres austeras, vivió entregado plenamente a su vocación sacerdotal y practicó una auténtica caridad cristiana.
Se hizo pronto conocido por su caridad sacerdotal y por su amor al prójimo.
Pudo haber sido arzobispo de Lima en 1855, pero tampoco quiso serlo.
Poco después, presentó al presidente de la República una enérgica queja por las dificultades en que se hallaba entonces la Iglesia católica peruana.
También se hizo notable por su oratoria, que tenía el poder de cautivar a su auditorio.