Con Augusto, el flaminado se convirtió más en un gesto de adulación al Princeps que en un homenaje a los dioses patrios.
Igualmente, les estaba prohibido tocar a los muertos, presenciar un entierro o acudir a un luto, entrar en contacto con los animales asociados al mundo de los muertos (como el perro, el caballo o el ciervo); no les estaba permitido comer ningún alimento crudo ni probar las habas, que servían para ahuyentar a los malos espíritus, ni podían ausentarse más de una noche de la ciudad donde se levantaba el templo de su dios.
La persona del Flamen era sagrada e inviolable, y esto se manifestaba con una serie de símbolos y rituales: no portaba ningún anillo en los dedos, ni había nudo o lazo alguno en su cuerpo o en sus ropas.
Para su aseo personal solo podían utilizar instrumentos de bronce (el metal sagrado), y los restos de sus uñas y sus cabellos cortados se enterraban junto a un árbol protegido por los dioses, el arbor felix.
Además, este sacerdote debía ir siempre con la cabeza cubierta con un gorro, y si durante un sacrificio se le caía, era expulsado al instante del cargo que ocupaba.
Los flamines mayores eran: Los menores estaban asociados a divinidades como Ceres, Vulcano y otros.
Poseían el privilegio de la sella curalis, silla curul (asiento oficial de los altos magistrados romanos: cónsules, pretores, procónsules, propretores, dictadores, ediles curules, censores y, en la época imperial, el emperador).
Debían ser ciudadanos romanos y pertenecer a las familias más importantes del lugar.