Además de la soleá, es reconocida su maestría en otros palos del flamenco, como la bulería, la cantiña o el fandango.
Sus soleares podían ser memorables cuando estaba en buenas condiciones para cantar, lo que no siempre ocurría, sobre todo en sus últimos años de actividad.
Porque Fernanda, con una voz opaca y rota, arriesgaba todo en sus cantes, peleaba cada tercio hasta agotar sus posibilidades, rebuscaba, pellizcaba, perseguía los duendes angustiosamente, desesperadamente.
Arriesgaba tanto, que la cantaora se quedaba como desamparada ante la copla, y si no llegaba al logro perseguido, la veíamos como quebrarse, vencida en la pelea; pero si el logro llegaba, habríamos tenido el privilegio -cada vez más raro aún entre los cabales frecuentadores de cante- de asistir al milagro que siempre es una soleá dicha con rajo.
"Yo llevé a Fernanda conmigo -declaró hace años Manuela Vargas- porque, cantándome, me permitía transmitir lo que es la soleá".