En el caso particular de la Iglesia Católica, el episcopado está presidido por el Papa, cuya suprema autoridad quedó definitivamente reconocida tras el Concilio Vaticano I.
El Concilio de Trento, como ha señalado Andoni Artola Renedo, dejó sin resolver satisfactoriamente ciertas cuestiones «como la infalibilidad pontificia o la relación del papa con los obispos», lo que dio lugar a que se configuraran dos paradigmas principales.
[2] La polarización entre las dos posiciones, la ultramontana y la que genéricamente se llama episcopalista, alcanzaría su cénit en el sínodo de Pistoya, y después, durante la Revolución francesa, con la aprobación de la Constitución Civil del Clero.
[3] El episcopalismo acabó confluyendo en el siglo XVIII con el regalismo de los monarcas absolutos europeos que lo utilizaron como «argumento» en su pugna con Roma dando nacimiento al que se ha denominado «episcopalismo regalista».
[4] Con esta última propuesta, Solís defiende seguir el ejemplo del galicanismo y en su escrito alaba la Pragmática Sanción de Bourges.
[2] El concordato de 1753 abrió una nueva etapa en las relaciones Iglesia-Estado, pero el objetivo episcopalista y conciliarista perseguido por algunos regalistas e ilustrados como Solís y Mayans, no se consiguió porque la Iglesia española quedó bajo el control del soberano, no del concilio de los obispos presididos por el rey como aquellos proponían.