En la Iglesia católica, la colegialidad se refiere a que "el Papa gobierna la Iglesia en colaboración con los obispos de las Iglesias locales, respetando su debida autonomía"[1] En la Iglesia primitiva, los papas ejercían a veces la autoridad moral más que el poder administrativo, y esa autoridad no se ejercía con demasiada frecuencia; las Iglesias regionales elegían a sus propios obispos, resolvían las disputas en sínodos locales y sólo sentían la necesidad de apelar al Papa en circunstancias especiales..[2] Durante los siglos XI y XII, el papado acumuló un poder considerable, ya que los reformadores monásticos lo veían como una forma de contrarrestar a los obispos corruptos, mientras que los obispos lo veían como un aliado contra la injerencia de los gobernantes seculares.
[3] Ya en el siglo XIV se había desarrollado una oposición a esta centralización de la autoridad papal, y el obispo Guillaume Durand propuso en el Concilio de Vienne que se reforzaran las jerarquías locales y los sínodos regionales.
[4] Esta oposición a la centralización se puso a prueba cuando un grupo de cardenales, aliados con gobernantes seculares, convocaron un concilio para resolver el Gran Cisma de la Iglesia Occidental (1378 - 1417), en el que varios rivales habían reclamado ser papa.
[16] Al año siguiente, el Papa Pablo VI publicó una carta por iniciativa propia, Apostolica Sollicitudo,[17] que estableció el sínodo de los obispos,[18] mientras que el Decreto del Concilio sobre el oficio pastoral de los obispos, Christus Dominus, estableció normas generales para las conferencias nacionales y regionales de obispos, instando a su formación allí donde aún no existían.
La nueva constitución también prevé que los laicos envíen sus contribuciones directamente al secretario general del sínodo.