Los Estados europeos, reacios a intervenir, no emprendieron la guerra contra Francia hasta que no se sintieron amenazados por un expansionismo revolucionario, que ya en 1791 había incorporado Aviñón y el Condado Venaissin, y amenazaba a los poderes extranjeros que apoyaran a los emigrados[2] en sus actividades contrarrevolucionarias.
Además, el propio rey Luis XVI de Francia tenía interés en apoyar la guerra para hacer caer al régimen revolucionario, y los girondinos para solventar la crisis y el descontento en la propia Francia.
Austria y Prusia se aliaron en la Primera Coalición a las que siguieron las demás potencias europeas.
El nuevo gobierno francés del Directorio mantuvo la guerra como forma de financiar a Francia, y volvió a poner su atención sobre el norte italiano, tratándolo como una moneda de cambio para obtener ventajas en Renania; pero Austria también tenía interés en la campaña en Italia para aliviar la presión francesa sobre los principados alemanes.
En noviembre de 1795, la victoria francesa en Loano había puesto a los austriacos en retirada y dejado expedito el camino a los franceses por la Riviera italiana hasta Savona, aunque la estación invernal impidió aprovecharse de la victoria.
La iniciativa política quedó en manos francesas, ya que los administradores franceses tenían poca confianza en la capacidad de los italianos,[15] y la voluntad del Directorio post-jacobino estaba más orientado a implantar y favorecer gobiernos moderados, y en excluir a los radicales jacobinos, tildados como anarquistas.
Tras la euforia profrancesa inicial, el jacobinismo italiano chocó con el expansionismo francés, demandando medidas de justicia social como control de precios y tributación progresiva, y una república unida sin interferencias extranjeras.
[31] Los gobiernos italianos profranceses fallaron en recibir el apoyo de las masas rurales.
Los jacobinos, apartados del poder en las nuevas repúblicas, perdieron el entusiasmo y el respeto por los franceses, enardeciendo su nacionalismo.