Bernardo de Iriarte

Ayudado por sus consejeros franceses, Felipe V introdujo una serie de cambios en la administración para dar nueva vida a este cuerpo.

Si bien no llegó a alcanzar los altos puestos que lograron los mencionados arriba, puede servir tan bien como ellos para conocer como funcionaba aquella administración, pues, como veremos, siguió el cursus honorum paso a paso.

Sin embargo, como le ocurriría al propio Bernardo más adelante en su vida, el servicio a la Corona, propio, como veremos, de la familia Iriarte, llevó al padre hasta Puerto de la Cruz.

Como ya hemos visto, su tío, don Juan, era traductor de la secretaría, y debió mover sus contactos dentro de ese organismo para conseguir ese destino para su joven pupilo, al cual, probablemente, había enseñado italiano.

Y con su estancia en Parma tuvo un primer acercamiento a la realidad del trabajo diplomático.

Con este nuevo destino seguía, como anteriormente, la costumbre de la secretaría: ser enviado en los primeros años a una misión en el extranjero, para aprovechar los conocimientos que tenía y continuar con su formación.

En efecto, los oficiales no eran figuras estáticas, enclaustradas en las oficinas de su departamento, sino que eran agentes activos de la monarquía, utilizados para diversas misiones, con las que mejorar, además, su preparación para futuras tareas.

Por esta razón, tuvo que pedir «algún alivio», y se le concedieron 250 doblones de oro para poder viajar hasta Madrid.

Este cursus honorum, común a todos los que entraban en la administración, le familiarizó con los diversos asuntos del departamento, así que al llegar al puesto de oficial mayor más antiguo estaba perfectamente capacitado para supervisar la labor de todos sus colegas, tarea que le correspondía en este puesto.

Esta amistad no impedía, sin embargo, reconocer algunos defectos entre los colegas, como los que veía Iriarte en Campo: «Repito a V.M.

Junto a éstas y otras ayudas, los oficiales de la secretaría se beneficiaron también de la existencia del Montepío, al cual se destinaba una parte del sueldo, que se recibía años después, bien por la jubilación del antiguo oficial (algo que no ocurría siempre, solo en los casos en los que este no podía, por enfermedad o cualquier otra causa, seguir sirviendo al monarca), bien por la familia de éste una vez muerto.

Junto a todos estos beneficios económicos, hay que tener en cuenta que los oficiales tenían derecho a toda una serie de honores por ser servidores del rey.

Éstos, que quizá hoy en día puedan parecernos un tanto irrelevantes, tenían entonces una gran importancia, y sin duda eran valorados altamente por los propios oficiales.

Tenían derecho a recibir el tratamiento de Señoría, el uso de uniforme, carruaje (derecho a tener una calesa, tres acémilas y una mula) y un lugar especial para presenciar las celebraciones públicas.

Además, mientras que éste podía caer en desgracia y ser reemplazado con relativa facilidad (es lo que les ocurrió, por ejemplo, a Ricardo Wall y Grimaldi), los oficiales, como hemos visto, mantenían su puesto durante largos años, hasta que pasaban a ocupar un puesto honorífico al final de su carrera.

A lo largo y ancho de toda Europa podemos ver como los nobles, científicos, gobernantes y burgueses ilustrados se dedicaban con verdadero entusiasmo a estos centros, lugares donde se reunían y exponían sus ideas sobre distintos asuntos, en un clima de camaradería e igualdad que no encontramos en otras esferas.

Cualquiera que quería ser algo en Madrid debía dejarse ver en estos centros.

Fue así, por ejemplo, como Campomanes localizó a Jovellanos, y a partir de aquí se inició el ascenso del segundo, el cual trabó también amistad con Francisco Cabarrús en otro salón.

Así, frecuentó la tertulia que tenía lugar en casa de Pablo Olavide, en la década de 1760, siendo quizá aquí donde trabó su amistad con Campomanes, el cual le propondría años después, con éxito, para la Sociedad Económica Matritense.

Fue por esto detenido y se le inició un proceso, sin que sepamos cual fue el resultado del mismo.

Durante estos primeros años de Godoy, Iriarte conservó el favor del ministro, pues en 1798, cuando se casó, con más de sesenta años, con Antonia Sáenz de Tejada, solicitó que si ésta quedaba viuda recibiera una pensión del Montepío, y Godoy le apoyó escribiendo una carta a Jovellanos.

Normalmente, no habría ningún problema, pero desde 1788 se estableció que perderían los beneficios del Montepío aquellos que contrajesen matrimonio después de haber cumplido los sesenta años, e Iriarte debió movilizar a sus amistades, como Godoy, para conseguir la licencia.

Quizá le ocurrió lo que a tantos otros ilustrados: se desengañó con Godoy.

Sin embargo, la invasión napoleónica de 1808 cambió todas las cosas, y le ofrecería a nuestro protagonista una última oportunidad.

Fueron hombres como el propio Iriarte, Cabarrús, Urquijo, Miguel José de Azanza, etc. Como dice Miguel Artola, «con rara unanimidad (...), los ilustrados del tiempo de Carlos III se enrolaron bajo las banderas de José I, constituyendo el núcleo del partido que se llamaría afrancesado».

Con el nuevo reinado, intentarán poner en práctica esos proyectos, sin tener en cuenta que el tiempo había pasado, y que las viejas propuestas quizá ya no eran tan útiles como lo podían haber sido anteriormente.

Junto a estas funciones, también se ocupaba de solucionar contenciosos dentro de la Administración y sus miembros eran utilizados en distintas tareas por el monarca (si bien esto no le ocurrió a Iriarte).

Con la búsqueda de fondos con los que financiarla, ésta fue la principal preocupación del gobierno en aquellos años.

Cuando llegó la derrota de las armas francesas, el estado de José I se vino abajo, y todos los colaboradores españoles con los que contaba se tuvieron que ir a Francia.

Así, adquirieron un poder extraordinario, una influencia destacada, y consiguieron que el rey, en teoría su señor, quedara completamente a merced suya.