[1] El gobierno virreinal intentó una medida tras otra en el esfuerzo por detener las terribles incursiones, que entre 1771 y 1776 causaron la muerte de 1674 personas solo en la Nueva Vizcaya, sin contar soldados, viajeros, o cautivos, mientras que extensos distritos quedaron desolados.
[1] Esta política alcanzó gran éxito, aunque sujeta a los cambios de los diversos comandantes, porque durante el resto de ese siglo y el principio del siguiente no se registraron brotes serios.
[1] Los estados y los gobiernos federales a menudo procuraban asignaciones de fondos que con frecuencia eran desviadas hacia otros fines o absorbidas por las revoluciones que se iniciaban a menudo solo para posesionarse de tales sumas.
[1] Estas cantidades sirvieron para sostener la situación momentáneamente, tras asegurar una porción al grupo en el poder; los miembros de las guarniciones, por el contrario, solo recibían paga parcial.
Los indígenas no tardaron en percibir el cambio, y dado que la carencia de medios llegó a ser perceptible en el descenso de regalos y permisos, se presentó un motivo adicional para reanudar las incursiones largamente diferidas.
En enero de 1832 fueran atacadas Carrizal, Carretas, Galeana y San Buenaventura.
Si el objetivo eran viajeros o caravanas, la mejor forma de robar eran las emboscadas por sorpresa.
[1] Además, las quejas de esa zona habían sido frecuentemente exageradas para crear más atención.
[1] Entonces vino un clamor que reveló la naturaleza seria del peligro y animó al gobierno por lo menos a un esfuerzo espasmódico.
Logrado esto, las tropas volvieron a la arena política, y los indios renovaron sus operaciones.
[1] En su desesperación los estados pusieron precio a las cabezas de los intrusos, ofreciendo 100 pesos por cada cuero cabelludo masculino y la mitad los femeninos.
Con este estímulo los extranjeros y los indios amistosos (denominados indios de paz) entablaron la caza humana, especialmente el cazarrecompensas James Kirker, que organizó una compañía regular para los que buscaban cueros cabelludos.
[3] Su primer éxito, al sorprender un campo indio, resultó ser tan grande que solo se le pudo pagar parte de los fondos prometidos.
[3] En Chihuahua, el gobernador García Conde recurrió en 1842 al triste y peligroso recurso de la paz comprada, que según lo demostrado a menudo, resultó ser solamente un incentivo para otras incursiones.
Cansado de la vida aburrida, Kirker escapó con el dinero asegurado con el botín obtenido por los apaches.
Mientras que desde los estados al sur (no tan afligidos), se dejaba escuchar la indignación contra tales contratos de sangre.
La vigilancia de tales acuerdos fue confiada a las colonias militares recientemente establecidas.
Así nació un proyecto de coalición con Jalisco, Zacatecas, San Luis Potosí, y Tamaulipas enviando refuerzos.
Las campañas conjuntas también fueron negociadas, con un rápido efecto en la reducción del número de ataques.