[1] Fue entre mediados del siglo XIV a. C. y finales del siglo XIII a. C. cuando las acrópolis micénicas, a la sazón residencias reales, se rodearon de imponentes murallas de bloques ciclópeos, más o menos bien labrados y colocados sin mortero.
Las puertas eran, como es evidente, los únicos puntos débiles del perímetro fortificado; de ahí las excepcionales precauciones tomadas para obligar al asaltante a presentarse ante ellas en una posición desfavorable, por su lado izquierdo, que no estaba protegido por el escudo y expuesto a las armas de los defensores.
Era más bien sitiándolas como se podía esperar apoderarse de esas fortalezas, en las que probablemente se refugiara la población del territorio; por ese motivo, los constructores tomaron a menudo la precaución de acondicionar galerías subterráneas que conducían a fuentes situadas al pie de la muralla.
[2] De este modo reconocían su incapacidad para forzar la entrada de la ciudad; una incapacidad que dejaba ver, sobre todo, su repugnancia a correr un riesgo semejante debido a que para ellos, lo esencial del conflicto era el control del territorio.
El desarrollo de la poliorcética griega data del momento en que —mientras el cuerpo cívico tendía a desgajarse del territorio y a identificarse con la ciudad— el problema de la defensa se presentó en términos puramente técnicos.
Sin el desarrollo de las tropas ligeras, la práctica del asalto, que exigía unas disposiciones físicas y psicológicas por completo diferentes a las del asedio, hubiera tenido más problemas para imponerse.
También se supo desde muy pronto cómo actuar a distancia y con mayor precisión.
Desde las guerras médicas se utilizaban flechas forradas de estopa encendida.
Estos procedimientos se perfeccionaron y se diversificaron a partir del siglo IV a. C., teniendo a menudo los asediados cada vez más y mejores medios para destruir las obras de carpintería que los asaltantes levantaban delante de sus murallas.
Sin embargo, Arquímedes lo haría mejor todavía si es cierto, como dicen autores tardíos, que en el 211 a. C. lograra incendiar los navíos romanos que participaban en el sitio de Siracusa utilizando espejos para captar el fuego del cielo.
Por una parte estaba la ballesta (gastrafetes, arcuballista), basada en el principio del arco, y el ingenio de torsión (la catapulta griega), cuyos dos brazos se enganchaban a madejas de fibras elásticas (tendones y crines animales, cabellos femeninos).
En estas máquinas hay que incluir un cierto número de modelos experimentales puestos a punto por los ingenieros helenísticos: Las primeras máquinas lanzadoras —meras ballestas o ya basadas en la torsión— fueron inventadas en el 399 a. C. por los ingenieros griegos que Dionisio I había hecho ir a Siracusa para emprender la lucha contra los cartagineses.
A continuación se difundieron lentamente por Grecia durante la primera mitad del siglo IV a. C., y luego con mayor rapidez por Macedonia en tiempos de Alejandro Magno.
La construcción de un terraplén de asalto durante la Antigüedad se hizo siempre del mismo modo: con los materiales que había a mano y procurando que la calzada no pudiera venirse abajo durante el asedio.
En Platea fueron los asediados quienes, tras haber intentado ralentizar la construcción del terraplén retirando los materiales acumulados al pie de la muralla,
Filón de Bizancio, a finales del siglo III a. C., recomendaba las «antimáquinas»:
Esa es la razón por la que las vigas redondeadas se colocan transversalmente en los agujeros, para que el ariete, tanto hacia el interior como hacia el exterior, gracias a las bolas de madera, sea puesto con facilidad.
Si el sector del ataque está en pendiente, hay que lanzar las ruedas con guadañas o piedras grandes, pues así es como destruiremos el mayor número posible de enemigos en un mínimo tiempo.
También es útil tener dispuestas gruesas redes de lino contra los que trepan por las murallas con escalas y con puentes levadizos, puesto que, cuando se lanzan contra los asaltantes, es fácil hacerlos prisioneros cuando la red se cierra.
A partir del siglo IV a. C., las fortificaciones griegas dejaron de tener valor exclusivamente por su poderío estático.
Selinunte presenta, en la primera mitad del siglo III a. C., una versión simplificada de los fosos y bastiones siracusanos.