En 1652 falleció María Magdalena Valdés dejando a Castillo viudo por segunda vez, lo que le impidió acudir a la entrega del premio literario en la iglesia de San Pablo.
Durante su última etapa se aloja en la calle Muñices, donde sería vecino de la que por aquel entonces era la élite cordobesa.
En 1666, dice Palomino, viajó a Sevilla, a la que no había vuelto desde los años de estudio, y allí descubrió la pintura de Murillo y la belleza de sus colores, «que a él le faltaba, sobrándole tanto el dibujo», lo que le hizo exclamar: «¡Ya murió Castillo!».
[4] Algo de lo aprendido de Murillo se manifestaría en sus últimas obras, según Palomino, singularmente en un San Francisco de medio cuerpo que pintó para el mercader Lorenzo Mateo, que «excede en el buen gusto, y dulzura en la cabeza, y manos a todo lo que hizo en su vida Castillo, porque a la verdad le faltó una cierta gracia, y buen gusto en el colorido».
En su pintura Castillo se mueve sin apenas evolución en la órbita del naturalismo, ajeno a las nuevas corrientes más barrocas.
[10] Muestras del mismo naturalismo inmediato que se aprecia en sus dibujos se encuentran también en el San Francisco predicando ante el papa Inocencio III, en la parroquia de San Francisco y San Eulogio de la Axerquía, donde entre distinguidos príncipes de la iglesia asisten al sermón mendigos, gentes del pueblo absortas y chiquillos inquietos.
Con Cristóbal Vela compitió por hacerse con la pintura del retablo mayor de la catedral, siempre según Palomino, adjudicada finalmente a éste.