Los anacoretas conocidos ya en tiempo de los judíos comenzaron a extenderse desde los principios del cristianismo y se multiplicaron durante los siglos II y III a causa de las persecuciones, refugiándose gran número de ellos en la Tebaida (Egipto).
Su modo de vivir se caracterizaba sobre todo por la soledad y el silencio.
[2] Se tienen noticias, entre otros anacoretas, de los santos Pablo, primer ermitaño (año 250), Antonio Abad, San Onofre, Pacomio, Simeón, San Rubén estilita, etcétera.
En los siglos XIX y XX, Carlos de Foucauld constituyó un ejemplo singular.
Sin embargo, su deseo de servir a los últimos lo llevó al Sahara argelino, donde ejercitó largamente la oración y la contemplación.