Los últimos años de su vida estuvieron marcados por serias crisis depresivas que la llevaron a intentar suicidarse en varias ocasiones.
Alejandra tenía Trastorno de la Personalidad Límite (TLP o conocido como Borderline en inglés).
[5] La infancia de Pizarnik fue difícil, y más adelante la poeta utilizará estos acontecimientos familiares para conformar su figura poética.
[11] «Bluma», como la nombraba su familia, comenzó a desdeñar este apodo y, con ello, también los lazos familiares.
A esta anticonvencionalidad y cuestionamiento se suma la pasión, cada vez mayor, por la literatura.
[21] Durante este camino de aprendizaje leyó a Proust, Gide, Claudel, Kierkegaard, Joyce, Leopardi, Yves Bonnefoy, Blaise Cendrars, Artaud, Andrè Pieyre de Mandiargues, George Schehadé, Stéphane Mallarmé, Henri Michaux, René Daumal y Alphonse Allais.
[22] Las lecturas se transformaron en temas que construyeron su personaje poético: la atracción a la muerte, la orfandad, la extranjería, la voz interna, lo onírico, Vida-Poesía y la subjetividad.
Asimismo, en esta época comenzaron sus sesiones de terapia con León Ostrov, y eso fue un hecho fundamental en su vida y en su poesía (cabe recordar que uno de sus poemas más famosos «El despertar» fue dedicado a él).
Gracias a su psicoanalista se motivó tempranamente por la unión entre la literatura y el inconsciente, lo que a su vez hizo que se interesara por el psicoanálisis, «significó un elemento capital para la constitución de su práctica poética y, con el tiempo, se convirtió en un instrumento privilegiado para indagar en su subjetividad».
París fue para la poetisa un refugio literario y emocional, "sola o con amigos, cruzar una mirada cómplice con los bellos ojos azules de Georges Bataille, hacer cadáveres exquisitos hasta el amanecer, perderse en las galerías del Louvre o descubrir la belleza imposible del unicornio en el museo del Cluny.
La perfecta articulación de soledad y compañía que, como una luz intermitente, necesitaba Alejandra para vivir".
«Había algo radicalmente incompatible entre Alejandra y cualquier tipo de trabajo que no fuera el exigente y lúcido pulimiento de su propio lenguaje, la plasmación de esas extrañas historias que escribía en su época en París, los artículos con los que luego contribuirá en Sur, Zona Franca, La Nación y otras publicaciones».
[29] Allí entabló amistad con Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz.
[26] Finalmente, «en 1964 regresó a Buenos Aires como una poetisa madura que, en cierta forma, ya había configurado definitivamente su poética y sólo necesitaba tiempo para desarrollar el programa de su creación».
Alejandra estaba en Buenos Aires y le avisó sólo a su íntima amiga Olga Orozco, quien fue al velorio [velatorio] para acompañarla».
No es que dejara de verse con los habituales habitantes de su reino personal —inclusive aparecerían nuevos amigos como Antonio López Crespo y Martha Cardoso, Ezequiel Saad, Fernando Noy, Ana Becciú, Víctor Richini, Ana Calabrese, Alberto Manguel, Martha Isabel Moia, Mario Satz, César Aira, Pablo Azcona, Jorge García Sabal— sino que la “errancia” alegre se iría reduciendo y cada vez más sería su casa el lugar de reunión».
Su hermana Myriam testificó los sucesos de ese día en el tercer capítulo del ciclo Memoria Iluminada dedicado a ella: «Mi madre me llamó por teléfono diciendo que Alejandra estaba otra vez internada, yo me dirigí al Pirovano, como ella estuvo varias veces internada ahí, en la entrada que ella no estaba internada, pero yo insistí [...].
Era cerca de la noche, así que empecé a caminar ahí por esos pasillos oscuros, llegué hasta la sala de psicopatología, donde pensaba encontrarla, pero no sabía donde [...] y ahí dijeron que ya estaba muerta, y ahí fue a la morgue, mi marido después la reconoció, yo tuve que ir a la comisaría también».
[48] La muerte y la infancia es otro de los ejes ambivalentes más importantes en la poesía pizarnikiana: la infancia es la excepción de la realidad, por lo tanto, representa la vida, el paraíso deseado para una poetisa que busca reinventar ese periodo que nunca fue satisfactorio: «Yo no sé de la infancia / más que un miedo luminoso / y una mano que me arrastra / a mi otra orilla / Mi infancia y su perfume / a pájaro acariciado».
[49] Ensalza la delicadeza del carácter infantil, pero, también, el peligro que la rodea; dentro de ese miedo se encuentra la carencia: «Porque a veces no soy muy mala conmigo, a veces, en medio de aquella desgracia y del anochecer, me digo palabras lentas, cálidas, de una delicadeza que me hace llorar, porque son las que no te dice nadie, los que jamás te dijeron, ni siquiera cuando cabías en la palma de una mano».
Se esconde en la oscuridad y la acoge como hogar: «Afuera hay sol / Yo me visto de cenizas».
Expresa Enrique Molina: «Toda su poesía gira en torno a estos dos polos magnéticos, dos solicitaciones extremas que se funden en su voz».