Por lo general, su representación ha servido más como motivo de burla, al identificar la figura del mono con los instintos más bajos y primarios del hombre.
Así, desde el arte clásico grecorromano y el del primer cristianismo se ha asociado su figura con valores negativos, como el egoísmo, la gula o la lascivia, e incluso se ha identificado con demonios y encarnaciones del mal.
En el Barroco se usó como motivo de burla o chanza (Tres músicos, de Velázquez, 1617-1618), pero mayormente como recurso cómico, en escenas en que los monos adquieren actitudes humanas.
Fue con este sentido como este tipo de obras estuvo de moda entre los siglos xvii y xviii, con artistas como Abraham Teniers (Monos jugando a cartas, mediados del siglo XVII), David Teniers el Joven (Monos en la escuela, 1660) o Jean-Antoine Watteau (El mono escultor, 1710).
Estuvo nuevamente de moda en el siglo XIX, con artistas como Zacharie Noterman, Emmanuel Noterman, Edwin Henry Landseer, Edmund Bristow, Alexandre-Gabriel Decamps, Charles Monginot y Paul Friedrich Meyerheim.