Ocurrió en Constantinopla en el pontificado de Nectario, que una mujer después de haberse confesado con el penitenciario, confesó luego en público haber pecado con un diácono, mientras se hallaba en la iglesia cumpliendo la penitencia que se le había impuesto; lo que obligó a Nectario, dice el mismo autor, a abolir el penitenciario y la penitencia pública.
En Occidente esta penitencia pública por los pecados ocultos se practicó hasta el siglo XII.
El Concilio de Letrán celebrado bajo Inocencio III, manda que establezcan los obispos en las iglesias catedrales y demás conventuales, personas idóneas que puedan ayudarles no solo en el ministerio de la predicación, sino también en el de oír las confesiones e imponer penitencias.
Este es, dice Fleury, el origen del penitenciario o confesor general, tal como se halla en la actualidad y en él descargaron después los obispos las confesiones que habían acostumbrado a oír personalmente, es decir todos los casos reservados de los sacerdotes y fieles porque en los casos ordinarios cada uno confesaba con su párroco.
El papa en las bulas de institución canónica, recuerda esta misma prescripción a los obispos.