La situación se resolvió al finalizar la tregua, cuando ambas partes firmaron la Paz de Constanza, definiendo las relaciones entre ellas.
El acuerdo reconocía al emperador la soberanía suprema y las regalías (derechos de peaje, tarifas, monedaje, impuestos punitivos colectivos y la investidura -elección y destitución- de los detentores de cargos públicos) cuando este se encontrara en Italia.
Así, las ciudades italianas se reconocían formalmente vasallas del emperador.
[1] Pero, al mismo tiempo, reconocía a las ciudades el derecho de construir murallas, de gobernarse a sí mismas (y su territorio circundante) eligiendo libremente a sus magistrados, de constituir una liga y de conservar las costumbres que tenían "desde los tiempos antiguos".
[1] Este amplio grado de tolerancia, al que el historiador Jacques Le Goff llama "güelfismo moderado", permitió crear en Italia una situación de equilibrio entre las pretensiones imperiales y el poder efectivo de las comunas urbanas, similar al equilibrio logrado entre el imperio y el papado a través del Concordato de Worms (1122) que resolvió la Querella de las Investiduras.