Como poeta es el principal representante de la llamada poesía pura; como prosista y pensador (él se consideraba antifilósofo), la lectura y comentario de sus textos ha sido muy notable, desde Theodor Adorno y Octavio Paz hasta Jacques Derrida, que le comentó hasta en su último seminario.
Según sus recuerdos, “la estupidez y la insensibilidad me parecen inscritas en el programa.
Para ese entonces ya encontraba en el arte “la única cosa sólida”, en la metafísica “nada más que necedad”, en la ciencia “una potencia demasiado especial”, en la vida práctica “una decadencia, una ignominia”.
Ella a él no lo conocía.” En una carta posterior a Guy de Pourtalès, Valéry le confió: “Creí volverme loco allí en 1892, en cierta noche blanca —blanca de relámpagos— que pasé sentado deseando ser fulminado”.
Y en otro texto más o menos contemporáneo del suceso: “Noche infinita.
Primero de todos, el ídolo del amor, concentrado en una imagen que desarticulaba su intelecto, la amazona catalana; después la literatura, la religión; la emotividad, que destruía el equilibrio de la inteligencia.
De cualquier modo, y como resultaría imposible prescindir totalmente de un contenido (el vacío sería su resultado) resolvió al menos apartarse todo lo posible de este, estar siempre más allá, en esos sitios que iría creando la ascesis que constituiría su vida desde entonces: meditaciones e investigaciones intelectuales desarrolladas en las madrugadas, sobre una pequeña pizarra, durante veinte años.
Entretanto, y luego de cumplir su servicio militar, se trasladó a París.
En la capital francesa se instaló en la calle Gay-Lussac, en una habitación alguna vez ocupada por Augusto Comte.
Este manuscrito, que empezaba con la frase “La estupidez no es mi fuerte”, se convirtió, con el agregado de notas en las que se describía a sí mismo, en La soirée avec monsieur Teste.
Como Valéry, Edmund Teste, el personaje, rechaza las apariencias, esas apariencias con las que sin importar el tema, se conforma la mayoría; no acepta tampoco definiciones aproximadas con respecto a las palabras, exige más y más rigor allí donde está en juego la esencia del lenguaje.
Poco después, durante una visita a la casa de Schwob, habló tan brillantamente sobre Leonardo Da Vinci, que León Daudet, director en esa época de La Nouvelle Revue, le solicitó un artículo sobre el artista.
En 1900 se casó con Jeannie Gobillard, familiar lejana del pintor Edouard Manet.
Antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, en 1913, André Gide, que terminaba de fundar la Nouvelle Revue Francaise, le pidió autorización para publicar los versos que habían aparecido antes en algunas revistas.
Este libro lo convirtió en una celebridad, algo que Valéry aceptó con modestia e ironía.
En 1920 publicó El cementerio marino y su fama se acrecentó todavía más.
Durante la ocupación alemana no solamente rehusó colaborar, sino que hasta se atrevió, en su carácter de secretario de la Academia Francesa, a pronunciar el elogio fúnebre “del judío Henri Bergson”.
Adjuntó además unas notas declarando que “hay buenas cosas en este montón, este pobre montón de horas devotas y cantarinas... Sí que valió la pena.
Verdadera Quimera de la mitología intelectual, como también lo llamó su autor, ningún rasgo lo particulariza; habla sin gesticular, no sonríe, apenas saluda, habita un pisito amoblado sin libros ni escritorio, un alojamiento “cualquiera”, “análogo al punto cualquiera de los teoremas y acaso tan útil”.
El ensayista y filósofo Alain escribió en el prefacio para la primera edición francesa que se trata de una epopeya íntima, que la Parca desenreda de su propio ser el hilo de cada destino; y según ella misma, no según una necesidad externa.
Según propia confesión, la más nítida de estas era una visión de su juventud, una colina alargada que dominaba su ciudad natal de Sète y concluía en el rectángulo del cementerio, llamado desde siempre, por la vista del mar que desde allí se tenía, “El cementerio marino”.
Son esbozos que serán luego desechados: un monólogo de Adán que expresaría la situación del hombre fuera del Paraíso y su aceptación de la mortalidad; un diálogo entre el demonio y Dios; algún tema bizarro: “Margarita es presentada a Fausto, que solicita un muchacho”; una especie de relato de “memorias”, parecido a los fragmentos que aparecen después en la versión actual, cuando le dicta a su secretaria.
La primera le es comunicada a Mefistófeles entre reproches: “Ahora apenas si causas miedo.
La segunda idea, la del yo-puro, Fausto la comunica diciendo que desea acabar “ligero, desatado para siempre de todo lo que se parece a algo”, aunque luego, como herido por el frío existencial de esa zona demasiado abstracta, retrocede hasta aceptar la posibilidad de que en su vida se instale la única forma de amor que halla gracia a sus ojos: la ternura.
Esto no fue plasmado en la obra, que quedó inconclusa, pero la confesión de Valéry en sus Cuadernos: “Pues Lust y Fausto son yo —y nada más que yo”, es para Moeller un indicio “pasmoso y esencial” de las intenciones del poeta.
No dejó a los filósofos insensibles: frecuentaron su obra Merleau-Ponty, Heidegger y Adorno.
Fue considerado por Octavio Paz, acaso en un momento de declive sartriano, como filósofo más importante que Sartre, y para Theodor Adorno fue quien tuvo mayor influencia en el pensamiento de Walter Benjamin, con el cual a veces se le ha emparejado más ajustadamente, como pensador y prosista.