En este ambiente ambivalente hacia la cinematografía se fundó la OCIC en 1928 en los Países Bajos, y cinco años más tarde estableció su sede en Bélgica.
En él se acordó que los católicos debían influir en el cine por tres medios diferentes: la producción cinematográfica, la creación de canales de distribución y exhibición que favorecieran a las películas católicas y la orientación mediante la crítica cinematográfica.
El objetivo de la OCIC con todos estos debates congresuales era formar al espectador católico tanto para que pudiera percibir los contenidos perjudiciales de los filmes como para que sus preferencias influyeran en la industria cinematográfica.
De esta forma, la OCIC ya no se interesaba tanto por hagiografías, ni siquiera por películas de temática expresamente religiosa como Balarrasa (1951), sino por filmes que ni siquiera fueran necesariamente católicos pero trataran asuntos que interesasen a los católicos desde una perspectiva compatible con los postulados eclesiásticos.
Otro cineasta que llamó la atención de la entidad fue Pier Paolo Pasolini gracias a su El Evangelio según San Mateo (1964).
La OCIC continuó realizando sus actividades hasta 2001, año en que se fusionó con Unda, la organización internacional católica dedicada a radio y televisión.