Notario apostólico

Desde tiempos de Graciano, al extenderse la jurisdicción episcopal, según recogían las decretales, a todo tipo de negocios civiles en los que intervenía el juramento (matrimonio, cartas de dote, testamentos...) los notarios eclesiásticos extendieron también sus competencias a todos esos ámbitos y, finalmente, cualquier causa en la que interviniese un notario pontificio acabó siendo reputada como comprendida dentro del ámbito eclesiástico.

[2]​ En España comenzaron a actuar en el siglo xiv[3]​ y podían ser designados por el mismo papa o por su legado.

En este caso no necesariamente quedaban adscritos a una diócesis, al contrario de lo que ocurría cuando el notario apostólico era nombrado por un obispo por delegación papal.

[4]​ En la Edad Moderna, al quedar definitivamente deslindadas las competencias de los notarios públicos eclesiásticos y los de nombramiento real o concejil, el notario eclesiástico perdió mucho del poder acumulado en siglos anteriores.

Felipe II dictó medidas con ese objetivo, imponiéndoles, entre otras obligaciones, el conocimiento del latín, inscribirse en un libro de matrícula, o llevar sus registros en orden y en libros encuadernados, e imponía penas que podían llegar a los diez años de galeras a los infractores, aunque la eficacia de tales medidas siempre fue limitada.