Junto con Nicolás Esparza, una generación anterior a la suya, contribuyó al desarrollo del nivel artístico en la Ribera de Navarra en el período entre los siglos XIX y XX, al cual se sumarán otros artistas como Jesús Basiano, José Serrano Amatriain, Rosa Iribarren o Florentino Andueza.
Así que su formación inicial es autodidacta, retratando al pastel a viejos y hortelanos sentados en el banco del almacén de su padre.
Hasta entonces Pérez Torres había tenido una formación eminentemente autodidacta, y con Ciga recorre el valle pintando sus paisajes.
En 1922 presenta dos pinturas en la Exposición Nacional de Bellas Artes obteniendo la tercera medalla honorífica por su cuadro La confesión del capuchino.
Allí conoció al crítico Luis Domenech, que le descubrió el Museo del Prado y a José Francés.
[1] En sus últimos días, postrado en la cama, es visitado por dos buenos paisanos amigos, José María Iribarren y Fernando Remacha.
[4] Abre una senda que será frecuentada con posterioridad por pintores como José María Monguilot, Antonio Loperena Eseverri o César Muñoz Sola.