En la primera meditación, Descartes señala que debemos evitar acostumbrarnos a las ideas falsas, para lo cual debe de destruírselas atacándolas de raíz, en sus fundamentos y cueste lo que cueste.
En una de las réplicas a las objeciones del libro, Descartes resumió este pasaje en su ahora famosa sentencia: «Pienso, luego existo» (en latín: Cogito ergo sum).
Sería absurdo pensar que cuando vemos y sentimos en realidad no sabemos ni sentimos que estamos viendo y sintiendo: puedo pensar y dudar de si el mundo existe o no, pero está claro que cuando pienso eso mi pensamiento efectivamente existe.
Parte desde un punto de vista epistemológico, pues se pregunta si es que todas sus ideas las ha creado él.
Descartes menciona que las ideas necesitan una causa formal y una causa real que deben tener las características necesarias para producir un determinado efecto, en este caso la idea.
Entonces decide que la idea del infinito no puede ser simplemente una negación de lo finito, pues es mucho más fácil pensar en algo finito que en algo infinito.
Aunque nosotros, a través de la razón, podemos distinguir entre lo verdadero y lo falso, también muchas veces hemos sido inducidos al error.
El entendimiento nos permite captar nuestro entorno pero no afirma ni niega nada; por lo tanto el error tiene que proceder de la voluntad; al ser más amplia, realiza juicios sobre cosas que no conoce, llevándonos al error.
Dios nos proporcionó la «herramienta» de la voluntad y nosotros le hemos dado un mal uso.
A partir de esto, Descartes observa que así como no se puede pensar una montaña sin una ladera, pues la ladera forma parte del concepto de montaña, del mismo modo no se puede pensar a Dios sin atribuirle la existencia, pues la existencia forma parte del concepto de Dios.
Sin embargo, también concibo clara y distintamente una idea de esta extensión.
Siendo Dios, en fin, el garante de que no puedo ser engañado...