El citado término también puede designar a personalidades políticas, aunque no se encarguen directamente de alguna función del Estado, pero reputados como con capacidad suficiente en caso de acceder al poder, y/o con suficientes contactos e influencias políticas (por ejemplo, presidentes o secretarios de partidos políticos que se encuentran en la oposición).
[2] La crítica de Platón sobre este asunto reposa sobre la idea que y en consecuencia, ellos mismos no ilustran dichos valores.
[7] Allí clasifica a los gobernantes en estadistas, escrupulosos y pusilánimes; el "hombre de Estado" debe tener lo que Ortega llama "virtudes magnánimas" y carecer de las "pusilánimes".
Así porque la confusión entre arquetipo e ideal llevaría a pensar que el político, además de buen estadista, debe ser virtuoso, lo cual según Ortega constituye un equívoco.
Virtudes convencionales como la honradez, la veracidad, los escrúpulos, no son típicas del político, que suele ser propenso a ciertos vicios como la desfachatez, la hipocresía o la venalidad.